Sería el año 1987. Un lunes de mediados de diciembre, frío, lluvioso. Un día de perros. Me cogí el coche, pese a que a las siete de la tarde el tráfico por el extrarradio era lento y pesado, por la hora y por la lluvia, y me fui al colegio Hilarión Eslava, en Burlada. Había leído que Agustín García Calvo iba a dar una conferencia. No puedo recordar quién la organizaba, a quién se le habría ocurrido la idea de traerlo a Pamplona. Yo no había escuchado nunca a este pensador verdaderamente singular, pero había leído algunos de sus libros —no sé cuánto había entendido de ellos—, y también elogios encendidos sobre su persona y trayectoria de profesores míos en Zorroaga como Fernando Savater o Félix de Azúa.
Resultó que la charla era en el gimnasio del colegio, un lugar gélido, desabrido a más no poder, en el que nos juntamos poco más de veinte asistentes. Todos íbamos con anoraks, con tabardos o abrigos, con gruesos jerseys y botas para la intensa lluvia. Pero él, su pelo largo y revuelto y unas patillas inmensas que en su caída acababan enlazando con un fino bigote, componiendo un continuo de pelo blanco, vestía con colores vivísimos, un revoltijo de camisas y pañuelos a cual más llamativo, que se acompañaba de un pantalón negro de cuero desafiante. No recuerdo sus zapatos, pero seguro que no eran como los nuestros, tan convencionales.
En cuanto se puso a hablar comprobé que estaba ante un orador tan formidable como avisaban los panegíricos de sus seguidores. García Calvo tenía una elocuencia que quería ser hipnótica. Su tono, las inflexiones de su voz, el ritmo de su elocuencia, las pausas y súbitas aceleraciones en su discurso, todo conspiraba para que nos quedásemos traspuestos, atrapados en la tela de araña de su argumentación. Y eso que el escenario de su actuación en nada ayudaba. El gimnasio tenía varias puertas, y durante muchos minutos jovenzuelos despistados estuvieron asomando sus narices por la sala, confundidos al ver a un viejo vestido con extravagancia, o simplemente al verificar que el gimnasio tenía esa tardenoche un uso bien distinto al habitual. Pero, claro, ese juego de entradas y salidas, de puertas que se abren y se cierran, contenía un ataque frontal a la seducción de García Calvo, que pugnaba, se notaba en su rostro y gestos, por ignorar las interrupciones juveniles. En un par de momentos a punto estuvo de lanzar su furia contra los elementos distractivos. Pero logró contenerse y seguir con su encantamiento verbal.
Una mujer sentada en primera fila, y vestida de modo menos llamativo que él, fue la primera en intervenir en el coloquio posterior. Sus palabras fueron críticas con lo dicho por García Calvo, y ambos se enzarzaron varios minutos en un animado rifirrafe. Luego supe que era su mujer, Isabel Escudero, y que el mismo ritual de la confrontación pública entre embos se repetía casi siempre en las charlas del filósofo zamorano. Lo comprobé años más tarde en otra intervención de este a la que acudí en la Escuela de Idiomas. Ese día, amén de la trifulca con Isabel Escudero, García Calvo se negó a que la televisión grabara nada de su intervención. El cámara ponía cara de alucinado y enfadado mientras el filósofo le explicaba por qué la televisión es intrínsecamente perversa, otro invento del Poder.
Aquella noche en Burlada García Calvo nos habló del Pueblo, esa entidad verdaderamente democrática precisamente por su indefinición, por su carácter tan poco preciso, y de cómo la llamada democracia, apoyada en la estadística, en contar votos, en la superstición de las mayorías y minorías, es una engañifa del Poder, uno de sus peores ardides. Bueno, nos habló de eso y de muchas cosas más. Pero yo, que les he perdido el respeto a esas lucubraciones del zamorano ahora fallecido, y que me parecen más extravagantes que su vistosísima indumentaria, no puedo olvidar su capacidad retórica descomunal, el modo en que, en un triste gimnasio escolar, supo subyugarnos aquella noche de diciembre. Como los grandes maestros, o al menos como los grandes sofistas.
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