En verano ganan un peso especial las comidas con mi padre. Son muchas, los dos solos, mano a mano. Como mi padre tiene ochenta y seis años, varias pejigueras de salud y se mueve cada vez con más lentitud, lo recojo en su casa (siempre está preparado quince minutos antes, así que, sea a la hora que sea, invariablemente llego cuando ya le ataca una ligera impaciencia) y lo transporto por la ciudad. Son comidas presididas por la repetición. Quedamos siempre a la misma hora temprana, lo llevo al mismo restaurante y casi elegimos idéntico menú día tras día. Con el último sorbo del café pagamos y rápidamente lo devuelvo a su hogar, que mi padre quiere echar la siesta enseguida y la rigurosa observancia de los horarios es sagrada para él.
La repetición domina también los diálogos. Hablamos (o mejor, le hago hablar: en grupo mayor tiende a permanecer silencioso y ausente) sobre la calidad del menú, el tiempo, Osasuna, la televisión, sus hermanas (tan mayores como él y más enfermas y dependientes) u otras gentes de su pueblo, que abandonó hace sesenta años, o bien sobre las escasas personas que trata fuera del círculo familiar. Mi padre ya no tiene amigos: o se han muerto, o han dejado de interesarle, o verlos es demasiado complicado por múltiples motivos y no compensa el esfuerzo. Tiene, menos mal, una excelente relación con algunas vecinas y otras mujeres del barrio, con las cuales, lo sé y lo entiendo muy bien, es mucho más locuaz y extrovertido que con sus hijos.
Nuestras conversaciones son guadianescas, puntuadas por largos silencios, y sometidas a lo que importa de verdad: comer, actividad a la que mi padre se entrega con minuciosa concentración. Lo cual no obsta para que en su avidez se manche la camisa indefectiblemente, o para que, prisionero implacable de sus temores o manías, se resista malhumorado y esquivo a mis sugerencias de algún cambio en sus costumbres. Las fricciones que ello provoca, pequeñas explosiones, siempre las pago con el dinero de la culpa e intensas punzadas de compasión (de él y de mí, que acabaré igual o peor).
Mis intentos, desde hace años, por hacerle recordar, en estas conversaciones de dos hombres mayores, episodios de su vida chocan con la coraza de la versión oficial, manida y alicorta que, casi sin querer, ha construido de su pasado. Y también con las dificultades expresivas y lingüísticas (mentales, en realidad) que mi padre tiene, como tantísima gente, para hablar con verdad y sencillez de su vida. Por muchos motivos, algunos muy justificados, las familias no son el ámbito de la sinceridad, y las zonas de sombra, secreto y silencio son, digamos, naturales. No hablo de nada tremendo ni dramático, qué va. Hablo de familias sin historia, “normales” y “felices”. Hay demasiados factores que conducen en esta dirección: de carácter y formación, de temor y conveniencia, de limitaciones buscadas o inevitables.
El último libro de David Lodge publicado en castellano, La vida en sordina, que devoré hace dos años, contiene páginas hermosas y melancólicas sobre la relación entre el protagonista, sordo y sesentón, y su padre, de ochenta y nueve años, también sordo, que vive solo en un domicilio que no se ha limpiado bien desde que falleció la madre, y al que saca a comer siempre al mismo restaurante. El padre reacciona con idéntica negativa a todos los intentos de introducir cambios en su vida, cambios que el hijo pagaría de mil amores con tal de hacer oídos sordos al pitido que ambos escuchan en su mente con persistencia: que su padre, lleno de manías y poseído cada vez más de un humor oscuro, está solo, muy solo. El hijo le ofrece una persona que limpie el piso, cocine decentemente y vigile que no salga a la calle con lamparones en la ropa, nuevos electrodomésticos, encuentros con otra gente, cualquier modificación material. El anciano resume por fin su negativa a todo cuando le dice al hijo que “Ya no quiero hacer nada. Lo máximo que puedo esperar es pasar la noche sin levantarme más de tres veces, conseguir una actuación decente en el trono después del desayuno, prepararme la cena sin quemar nada, que haya en la tele algo que valga la pena… Es lo único que puedo esperar. Eso es un buen día”.
Con ligeras variaciones, mi padre anda por ahí. Ni él ni yo somos sordos, pero creo que entre dos hombres mayores, en esta sociedad urbana que hace tiempo arrumbó el clan familiar de las sociedades agrarias, la sordera me parece una excelente metáfora del clima en que vive nuestra relación. Y temo que ya no sabremos migrar hacia climas más cálidos.
2 comentarios:
"Un ángulo me basta" (IV Premio Internacional de Poesía Generación del 27, Visor, 2002)Sexta creación literaria de Juan Antonio González, con quien tuve el placer de compartir 5 años de carrera e innumerables tardes traduciendo a los clásicos griegos y latinos.
A veces me tropiezo con blogs de autores geniales apropiándome en la soledad de mis sombras de ellos
con quienes comparto misteriosa íntima amistad todas las tardes serenísimas. Existe la sordera, pero aún peor es el alzheimer mudo compartido. Quedémonos, no pongamos rumbo al sur.Enchantée
Muchas gracias por el comentario. Conozco el libro de Juan Antonio González Iglesias, que leí en su momento con emoción. Y en este mismo blog publiqué, en mayo de 2007, un comentario sobre los libros que conocía de González Iglesias, a propósito del último publicado entonces, "Eros es más". Saludos cordiales
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