El lunes premiaron a Lorenzo Silva con el Planeta por su sexta novela con las andanzas de Bevilacqua y Chamorro, los guardiaciviles metidos a investigadores de crímenes. Mucho dinero para el escritor, pese al mordisco feroz que Hacienda les da a los seiscientos mil euros que acompañan al galardón. Me alegro por Silva, porque, vista la trayectoria del Planeta, uno siempre puede temerse lo peor. Y Silva no es lo peor, qué va.
He leído las cinco novelas anteriores con Bevilacqua y Chamorro como protagonistas. Pero desde 1998 todas las he ido sacando en préstamo de bibliotecas públicas. Lo mismo que espero hacer en pocos meses con esta próxima, La marca del meridiano. Silva escribe con fluidez, agilidad y viveza, y sus novelas son entretenidas, correctas, bien tramadas, con una buena dosificación de los elementos de la intriga. Pero al conjunto le falta densidad, profundidad, y le sobran, creo, los largos parlamentos, una cierta verbosidad discursiva en muchos fragmentos. Yo prefiero las novelas negras más secas, en las que el mostrar predomine netamente sobre el decir, aquellas en que el autor enseñe, y no explique tanto.
Tampoco le beneficia, creo, su empeño por reivindicar a la Guardia Civil. No lo digo porque haya una voluntad deliberada de embellecer y falsear la realidad del Cuerpo. Sobre esto no puedo decir nada. El problema es que esa intención del novelista, por muy ajustado que sea su retrato a la verdad cotidiana del instituto armado, lastra los resultados literarios, elimina factores que en la gran novela negra americana eran fundamentales: la ironía, el sarcasmo, la ambigüedad, una atmósfera moral turbia, a veces brutal y desquiciada, que envolvía no sólo a los criminales, sino también a los detectives y policías, y en general a todos los personajes supuestamente “inocentes”. Las novelas de Silva resultan en cambio, pese a los crímenes y a las ocasionales tramas corruptas que aparecen, mucho más planas, asépticas, buenistas.
Hace años que leo solo de ciento a viento novelas negras, policiales, criminales o como queramos llamarlas, y nunca he sentido ganas de volver a alguna de ellas. Me enganchan, las leo con avidez, con el mismo impulso que me puede llevar a ver una película mediocre en la tele o a comer almendras o patatas fritas. Pero pronto me empacho, casi nunca les encuentro entidad literaria, pronto les descubro las rígidas costuras y convenciones del género, y las abandono una buena temporada. En eso he cambiado. De joven leí a los que sigo considerando verdaderamente grandes, Dashiell Hammet o Raymond Chandler, y a muchos otros que, siendo inferiores, me obsequiaron con estupendos ratos. Robert Parker, por ejemplo, un americano muy prolífico que creó al gran detective Spencer, hasta en su peor novela me parece muy superior a escritores europeos como Silva. Incluso Vázquez Montalbán me parece que rayaba a gran altura en un par o tres de sus aventuras de Pepe Carvalho.
Admito que en parte mi alejamiento del género puede deberse a que no soy el mismo. Sin embargo, no puedo entender, por ejemplo, el prestigio de autores de moda como Don Winslow o de Henning Mankell, aunque también me hayan hecho pasar buenos momentos. Hace poco leí la última novela de John Verdon, y me pareció flojísimo. Sólo las novelas de una española, Marta Sanz (Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás) me han parecido dignos intentos de jugar con las convenciones del género para ir más allá, bastante más allá.
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