La muerte de Esther Tusquets, gran responsable de la editorial Lumen y, a partir de 1977, escritora ella misma, me ha hecho volver a sus libros. A sus libros propios, aclaro, no a los que impulsó y publicó en Lumen, aunque éstos ocupen lugares muy cálidos en mi biblioteca personal: Umberto Eco, Celine, Kafka, Gil de Biedma, William Styron, la colección El Bardo de poesía… (Recuerdo, no obstante, que las tres primeras novelas de la Tusquets se las publicó ella en Lumen, al no querer forzar a ningún otro editor, por muy amigo que fuera, a dar a la luz lo que ella misma no sabía qué valor podía tener.)
En la producción de Esther Tusquets me interesa en particular su última etapa, la más declaradamente memorialística. La etapa de las primeras novelas, en cambio, me atrae menos, aunque reconozco su valor. Es la de escritura más proustiana, más morosa, una escritura llena de sutilezas del pensamiento y del querer, volcada en una expresión repleta de meandros, de digresiones, de paréntesis muy extensos dentro de los cuales hay otros excursos. Y eso que recuerdo el interés con que leí Con la miel en los labios y, en especial, Correspondencia privada, literatura muy puesta en su estilo pero en la cual la fuerte carga autobiográfica apenas está velada. En esos libros, y en general en su narrativa, Esther Tusquets, con mayor o menor apoyo en la ficción, se volcó en contar sus experiencias amorosas: con hombres, pero también con mujeres.
Este apoyo en la ficción para ofrecer una visión más completa de su vida amorosa y sexual se me hizo evidente, paradójicamente, al leer con enorme gusto, a finales de 2009, Confesiones de una vieja dama indigna, la segunda parte de sus memorias. Es un libro en el que la autora hace un enorme esfuerzo de sinceridad, con nombres y apellidos, sobre los dos grandes asuntos de su vida: el amor, en primer lugar, y el trabajo editorial. Esther Tusquets fuerza lo que se puede contar hasta unos límites poco frecuentes en la memorialística en castellano. Situada ya en la última vuelta del camino, encantada de ser, al fin, una vieja dama indigna, harta de los formalismos y las medias palabras (no de la educación y los buenos modales, que conste, a los que dedicó su penúltimo libro), Confesiones de una vieja dama indigna es una memoria personal inusualmente franca en muchos pasajes, libre, fresca, divertida, malévola, sumamente perspicaz en su retrato de muchos tipos humanos y en el análisis de sus propias conductas.
No obstante, hay una frontera movediza pero delicada que acota esa sinceridad: como ella misma confiesa, la sinceridad lo es, casi siempre, sobre las personas que hemos conocido, amado u odiado, y por tanto el recuento de una vida involucra y puede molestar o dañar a algunas de esas personas, a las cuales, por mil motivos, no se quiere herir. Más en concreto: ese temor a herir y la consiguiente necesidad de ser discreta y reservada me parece que le hace a la escritora ser mucho menos explícita con sus amores femeninos que con los masculinos. Por ejemplo, hay muchas páginas, con detalles muy claros, sobre el hombre al que más quiso, Esteban. Pero Mercedes, la mujer más amada, esencial en su vida, no recibe en este libro un tratamiento parejo. Y si es bien abierta contando episodios con hombres en los que el sexo resultó determinante, las mujeres quedan confinadas en esa ambigüedad que ampara la palabra “amiga”. Los hombres o son amantes o son amigos “blancos”. Las mujeres, no: todas son “amigas”, término amplio y borroso, y con ellas lo del amor y el sexo está mucho más en la niebla. Y ahí es donde creo que la ficción, en su obra más literaria, en sus novelas anteriores, ayudó a Esther Tusquets: en el trance de contar y explicarse una parte capital de su vida amorosa y sexual.
En todo caso, Confesiones de una vieja dama indigna es un libro magnífico, y muy, muy entretenido. Ya lo era un librito anterior, Confesiones de una editora poco mentirosa, que recogía una pequeña parte de lo que le tocó vivir en la editorial Lumen. Pero la vieja dama indigna se soltó la melena en 2009, recapituló su vida a tumba abierta (bueno, hasta cierto punto) y nos regaló una obra mayor. Y no sólo a los estudiosos de la vida del libro en los últimos cincuenta años, por supuesto, sino a cualquiera a quien le interese el oficio de vivir. Un oficio, huelga decirlo, mucho más complicado y fundamental que el de hacer libros.
“En esta etapa final he constatado definitivamente que la vida humana no parece tener mucho sentido —y, si lo tiene, escapa a nuestra comprensión, que viene a ser lo mismo—, que la vida es un disparate, que es cierto que los hombres mueren (todos) y que (la inmensa mayoría) no son felices, y, lo que es peor, que no entendemos lo que nos está ocurriendo, pero sabemos que ocurre algo que no entendemos: al contrario del resto de los animales, el ser humano es la bastante listo para plantearse las grandes, las eternas preguntas, pero no para hallar respuesta a la más insignificante de ellas, lo cual resulta como mínimo irritante”. (Confesiones de una vieja dama indigna)
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