La librería ambulante, de Christopher Morley, no es un libro sobre librerías o sobre la pasión de leer. Es verdad que aparece un carromato habilitado como puesto de venta y vivienda que ofrece su mercancía variada (lo mismo Shakespeare que manuales de jardinería o de crianza de perros) por pueblos y caminos. Y que también comparece un pequeño gran hombre, el vendedor, con una habilidad descomunal para convencer a los campesinos que encuentra de que la lectura es una experiencia formidable, placentera y formativa. Pero este hombrecillo es, por encima de todo, un genio del marketing, un viajante con las mejores artes del charlatán.
A La librería ambulante la atraviesa otra ilusión: la libertad, el gozo de andar de acá para allá, sobre todo en verano, sin ruta ni orden prefijado, hablando con la gente confiada y hospitalaria, alojándose en sus casas, decidiendo el rumbo al albur de las circunstancias. También, sufriendo algunas penurias: malhechores de poca monta, tormentas que dejan el cuerpo empapado y aterido, malentendidos con la policía.
Helen McGill, la protagonista, harta de ser la criada de su desatento hermano, se arroja a una aventura quijotesca. Pero ese giro vital no surge de la nada. Está claro que en su interior borboteaban ya las ansias de cambio, de una dosis de épica en su doméstica y previsible existencia. La librería ambulante, ese Parnaso tan bien acondicionado para descansar y exponer los libros, es sólo el vehículo para una vida nueva, volcánica y dichosa. En todos nosotros laten deseos más o menos acallados de encontrar algo que nos falta, de colmar nuestro espíritu con una felicidad que se nos ha venido escapando. Helen, por fortuna, se topa en el deambular con lo más valioso, el amor y la libertad.
El mundo de La librería ambulante es optimista, ingenuo, confiado. Puede haber en él tedio, sumisión, ignorancia, pobreza. Pero no asoma lo tenebroso, terrible o maligno. La naturaleza es nuestra aliada, los hombres y las mujeres pueden entenderse y ser felices mientras disfrutan de una tarta de arándanos o de unas patatas. Y aunque en ese mundo no se lea nada, existe un respeto a los libros genuino y emocionante. Pasas un par de horas con este canto a la libertad y la aventura y dan ganas de tirarte a la carretera con un par de volúmenes como única provisión.
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