Hace muchos años que no vivo los sanfermines. Pero de joven, apenas un adolescente, fui músico en las fiestas pamplonesas. Yo había empezado a pelearme con el acordeón, al principio una masa terriblemente pesada e indomeñable sobre mis piernas, en casa de doña Celia, una profesora muy mayor, pequeña, gafosa y de genio vivo que nos daba la clase en su cocina mientras se hacían las alubias verdes u otras verduras que yo entonces odiaba con ferocidad. De las verduras odiaba todo, empezando por su olor cuando doña Celia las limpiaba o las tenía al fuego. Interpretábamos más o menos los ejercicios del método de aprendizaje de Luigi Oreste Anzaghi con nuestras acordeones de teclas, y la profesora, entre guiso y guiso, cazaba al vuelo nuestros errores y los corregía a gritos, o bien contaba anécdotas de su vida o de las de los músicos que habían recorrido pueblos o cafés con orquestas en las que su marido, don Alfredo, había sido violinista o batería. Como la Orquesta Moreno, por ejemplo, una de las más campanudas en los años cuarenta y cincuenta, en la cual no sólo se lucía el tal Moreno, su jefe y líder natural, sino también don Alfredo, hasta que, según su esposa, se hartó de la vida ambulante, de los borrachos que todos los días soportaban, pueblo tras pueblo, y de las disputas con sus propios compañeros de orquesta. Don Alfredo, cuando lo conocí, no parecía en verdad un músico de verbena. Señorial, de maneras antiguas y tímidas, profesor de conservatorio y violinista en la orquesta sinfónica local, su comportamiento contrastaba mucho con el de su mujer, siempre entre guisos, gritos, palabrotas y chismes antiguos. Los músicos que ella había conocido eran todos, en su discurso, unos cabrones, vagos, borrachos o farrucos. Si además eran valencianos, santanderinos o militares, su artera maldad ya venía de fábrica.
Doña Celia suministraba acordeonistas al ayuntamiento para que, junto a las bandas, los txistularis, gaiteros y otros grupos, amenizaran las fiestas. Las charangas de las peñas eran las reinas de la calle, claro, pero el ayuntamiento ponía su parte contratándonos como complemento musical. Así, en 1972, cuando apenas entraba en la adolescencia, me vi recorriendo el casco viejo, dos horas por la mañana y dos por la tardenoche, miembro de un grupo amplio que interpretaba pasacalles. En las paradas le pegábamos a lo que fuera: ante todo jotas (fandangos) que la gente pedía para bailar, pero también el zortziko de Lanz o valses y tangos. Al año siguiente pasé también a formar parte de un grupo de solo cuatro acordeonistas que recorría las calles desde las nueve de la mañana, tres horas más al día.
Para estar siete horas en danza con el pesado instrumento, el ayuntamiento pagaba muy poco. Pero como nadie del consistorio nos acompañaba ni vigilaba, pronto vi que los veteranos sabían pillarle la vuelta a la tarea, que, como dice el manoseado tópico sobre los funcionarios, “en el sueldo me engañarán, pero en el trabajo no”. En los pueblos que yo recorría con un pequeño grupo, era imposible escaquearse, y los tres o cuatro días que duraban las fiestas nos exprimían a conciencia, pero en sanfermines, sin tutela, el relajo dominaba.
Al punto de la mañana salíamos del bar Txoko y en pocos minutos estábamos en las murallas, por la zona del Caballo Blanco, donde podíamos entregarnos a un largo descanso, muy conveniente tras la noche de trasiego festero. Hablar, dormitar, medirnos con temas acordeonísticos de mayor enjundia, aprender unos de otros, en eso se nos iba el tiempo hasta que a las doce nos uníamos al grupo grande para volver a los pasacalles. Si llovía o hacía frío, o en el caso de que se nos arremolinara gente cuando nos daba por tocar, huíamos hacia el fondo de ciertos bares que teníamos fichados, donde era fácil entregarse a las actividades habituales. Eran horas muy agradables, en las que aprendí no sólo bastante del acordeón, sino también del oficio de vivir, que un casi niño, si sabe escuchar, aprende de los mayores, aunque sea en la asignatura de gramática parda.
En el recorrido de la tardenoche la cosa tenía más delito. Y es que esas horas las pasábamos escondidos en un bar de la calle Jarauta, siempre el mismo. Tardé un par de años en comprender que la fijeza del itinerario respondía al negociete apañado entre el propietario del bar y el acordeonista más veterano de nuestro grupo. Atraíamos parroquianos, dábamos ambiente al bar, y a nosotros, aunque no participarámos del pequeño soborno salvo por la bebida gratis, nos venía bien tocar valses, pasodobles y tangos al fondo del bar, que de los pasacalles es fácil hartarse. Poco antes de las diez de la noche salíamos del fondo del tascuz para terminar el recorrido en la plaza del ayuntamiento, como si hubiéramos pateado todo el casco viejo en las dos horas reglamentarias.
En 1980 decidí que no tenía sentido continuar con ese trabajillo, de tantas horas y tan poco dinero. Y pronto perdí el interés por las fiestas pamplonesas, tan peculiares en algunos extremos que expulsan todos los años a miles de vecinos, pero que en esos años setenta yo había vivido con intensidad. Guardo no obstante en mi recuerdo las mañanas por las murallas, cuando la fiesta estaba casi en punto muerto. La zona, limítrofe, marginal, estaba muy tranquila, pero en cuanto nos daba por tocar algo, por gusto, para probarnos, se nos acercaban tipos perdidos en la ciudad enloquecida, con el rostro trastornado por la fatiga y el alcohol y una euforia ensimismada y discontinua, un poco autista. Tipos pelmas que podían haber venido de Buñuel, de Zubielqui o de Cervera del Río Alhama, con camisa a cuadros y pantalones oscuros de tergal. Hombres casi todos que, más que bailar con nuestra música, se movían en una suerte de inercia loca, la misma que les mantenía en danza varios días. No sé por qué, pero la imagen de esos hombres ha quedado, poderosa, en mi memoria.
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