Esta novela de Penelope Fitzgerald, La librería, tiene muy poco de luminosa o jovial. La librería ambulante, que ayer comentaba, despedía confianza e ingenuidad. En cambio, el relato de las andanzas de una mujer mayor que abre una librería en una pequeña localidad costera en el este de Inglaterra, frente al Mar del Norte, rezuma desolación.
Vamos leyendo, y cuanto más crece ante nosotros la figura de la librera, Florence Green, una mujer pequeña, “delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás”, pero llena de delicadeza y determinación, más desagrado suscitan la mayoría de los chismosos habitantes del pueblo, fisgones todos de todos, mezquinos ante el débil y sumisos frente al fuerte.
El empeño de la señora Green de abrir una librería en un pueblo azotado casi todo el año por los vientos húmedos y gélidos del Mar del Norte permite que se desaten los peores defectos de los lugareños. Gente solitaria la mayoría, excéntrica, de pocas palabras, pero no por ello revestida de coraje e independencia de juicio. Personas, en suma, que se apresuran a hacer coro al estúpido capricho de una mujer rica y aburrida que se vale de sus contactos.
En ese desvelamiento de las crudas relaciones de poder desempeñan un papel esencial los diálogos. Penelope Fitzgerald ha construido en ese dominio una novela admirablemente inglesa, si se me permite la obviedad. Nadie habla con claridad, nadie dice lo que quiere decir de frente y por derecho. Todo es elusivo, reticente, ambiguo. Las frases más banales están cargadas de doble o triple sentido agresivo o maledicente. Sólo Florence y el recluido señor Brundish, demasiado viejo para ser útil en la disputa, cargan sus silencios, o sus medidas y escasas palabras, de discreción y respeto.
Abundan las novelas sobre libros y librerías que despiden una fragancia esperanzada y optimista. No sólo La librería ambulante. Recuerdo también 84 Charing Cross Road. En esos relatos, con los que he disfrutado, pero de tono inequívocamente buenista, los libros hacen más libres y mejores a las personas. La cultura gana batallas solidarias, alimenta nobles sueños de hermandad que el éxito corona, aunque sea en un plano modesto.
Pero Penelope Fitzgerald no se hace ilusiones. La amarga lección que recibe la señora Green no alimenta la menor simpatía por un mundo rural que deja el ánimo aterido, como si la humedad que viene del Mar del Norte nos hubiera calado los huesos. Florence comprende pronto que “se había engañado a sí misma al dejarse convencer, por un momento, de que los seres humanos no se dividen en exterminadores y exterminados y que los exterminadores tienden a colocarse en la situación dominante en cuanto pueden.” Cruda lección que se constituye en el centro y cifra de esta hermosa novela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario