Este viernes 24, cuando se cumplían treinta años del golpe militar en Argentina que dio paso al asesinato de veintidosmil militantes y simpatizantes izquierdistas y peronistas, me acordé de Enrique Lynch. El pasado junio me contó, una mañana casi veraniega, retazos de su juventud en Argentina, cuando fue militante radical y clandestino.
Hablando en una terraza por encima de las sórdidas melodías que a tres metros ejecutaba un cruel acordeonista («acordeón: instrumento en armonía con los sentimientos de un asesino», escribió Ambrose Bierce), rememoró Lynch su adhesión revolucionaria juvenil a una ensalada de nacionalismo, peronismo, castrismo y unos bocados de cristianismo. Y glosó las habilidades adquiridas por él y tantos otros jóvenes, muchos de ellos de menos de veinte años («preparar bombas y espoletas de tiempo y de alivio de presión, asaltar una comisaría, reventar coches, clavar una bayoneta de modo que la víctima no grite, quemar papel sin que haga humo ni deje ningún rastro, escribir con tinta invisible e inventar y procesar claves, armar y desarmar una pistola Colt 45 con los ojos cerrados y memorizar incontables números de teléfono»). No es extraño, visto este elenco de destrezas, que Lynch se refiriese en varias ocasiones a la fascinación por las armas, los fierros, que pervive hoy mismo en tantos activistas de entonces.
Lynch cree que en ese tiempo fue «muy competente, muy serio, nada liberal y nada demócrata». Pero abandonó al ver que se estaba convirtiendo «en un militante profesional, sin convicción en lo que estaba haciendo», y que además «la ‘praxis revolucionaria’ era una vorágine descontrolada, un auténtico disparate». Simplemente, se cansó de todo aquello. Como me dijo, no hizo cosas imprudentes o asesinas, pero perdió diez años.
Para entender mejor el terrible punto de inflexión que supuso el 24 de marzo de 1976 viene a cuento recordar que en los primeros años de lucha, todavía adolescente, Lynch perteneció al Comando Camilo Torres, «un pequeño grupo de militantes muy decididos, que se habían adherido a la teoría foquista, es decir, intentaban crear un foco de conflicto armado para generar un movimiento de liberación nacional que desencadenase una situación revolucionaria, lo que supuestamente habría de permitir el asalto al poder». Lynch lo abandonó para ingresar en uno más moderado, las Juventudes Revolucionarias Peronistas, pero varios de sus compañeros, poseídos por la creencia foquista, se convirtieron en el núcleo originario de los Montoneros, el grupo guerrillero más potente y feroz de la Argentina anterior al golpe militar.
De hecho, en un apasionante libro sobre esos años, Galimberti, que reconstruye la época tomando como eje al personaje de ese nombre, un aventurero, admirador de Lenin y de José Antonio Primo de Rivera, que comenzó en los años sesenta organizando su propio grupo, saltó luego a la dirigencia de las juventudes peronistas y terminó en los montoneros, se lee que los militares habían precisado sus planes golpistas en un documento, Orden de Batalla del 24 de marzo, ¡distribuido seis meses antes de tal fecha! Pues bien, ese texto, y otros que detallaban el plan de exterminio de la guerrilla, eran conocidos por los montoneros. Pero, señalan los autores, «Montoneros omitió el alerta sobre el golpe de Estado porque empezó a buscarlo. Creía que con los militares en el poder, el pueblo iba a desenmascarar a su verdadero enemigo. Y cuanto más intensa fuera la violencia hacia el pueblo, mayor sería la conciencia de éste para combatirlo. El golpe iba a acelerar la estrategia de guerra revolucionaria. Cuanto peor, mejor».
Este cálculo no pudo ser más erróneo. Los Montoneros, el Ejército Revolucionario del Pueblo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias y otros grupos más reducidos, llevaban años enfebrecidos con lo que ellos mismos consideraban una guerra. Pero cuando llegó el 24 de marzo se toparon con la realidad de la absoluta desigualdad de fuerzas. Además, para «buena parte de la sociedad civil, la misma que cuatro años antes había recibido con simpatía a los guerrilleros, el golpe de Estado supuso un alivio y una esperanza: la de que los militares pudieran imponer el orden y la paz sobre un territorio minado de cuerpos baleados y torturados, con bombas y secuestros cotidianos» (Galimberti).
Según Lynch, «hay algo de injusto en cargar las culpas exclusivamente sobre los militares argentinos; no porque no hayan sido en efecto una banda de asesinos genocidas, sino porque la verdad es que toda la sociedad argentina fue cómplice de aquel crimen de Estado: la Iglesia, los partidos políticos, los sindicatos, las organizaciones de empresarios y muchísimos intelectuales, incluso algunos de los que años después figuraron en la Comisión que investigó los crímenes. Todo el mundo sabía lo que estaba pasando, y como querían que el ejército acabara con la guerrilla, hacían como que miraban para otro lado».
Peronismo, montoneros, guerra popular y revolucionaria, nacionalismo, foquismo, ejecuciones y desapariciones, torturas, mal consentido al mirar para otro lado... «Argentina fue desollada», escribió Alberto Manguel.
1 comentario:
No es bueno confiar en la memoria de E. Lynch
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