Me gustan las mañanas de sábado. Desayuno moroso con mucho café y abundante canallesca, que además trae suplementos sobre libros y música –y otras hierbas menos aromáticas, como viajes, motor e iglesia: hay que tener estómago para no echarse a perder con esos comistrajos-. Más tarde es posible oír y escuchar música a un volumen respetable: los vecinos, creo, pueden soportarlo sin que les sofoquen las ganas de asesinarme.
Hoy, una de esas coincidencias que en una novela sólo se atreve a urdir Paul Auster. Abro, como tantos días, un libro cualquiera para leer dos páginas mientras escucho el quinteto para clarinete y cuerda de Mozart y de pronto me encuentro, en los Cuadernos de Cioran, con la siguiente anotación: “Estoy escuchando el quinteto para clarinete... que ha marcado mi vida. Siempre que lo escucho, no puedo olvidar que Mozart lo escribió al mismo tiempo que el Réquiem... es decir, durante el último año de su vida”.
No quiero ponerme estupendo, que diría Valle Inclán, ni exquisito, y me da pavor exhibir una imagen excelsa para la que me faltan condiciones. Pero desde hace muchos años, todavía en la época de un elemental tocadiscos monoaural, escucho ese quinteto mozartiano con asombro admirativo. Creo que fue una de las primeras composiciones “clásicas” que disfruté sin mácula de esnobismo, afectación o pose, o simplemente sin el esfuerzo que sí hice en otros casos para aficionarme a una música que no estaba ni remotamente en mi medio amical ni familiar, un esfuerzo que regala el premio del deleite estético pero más de una vez también la conciencia sobrepuesta y satisfecha de ser elevado. Es como si uno se dijera: “Aquí estoy, disfrutando con una música fuera de toda sospecha. Qué culto y selecto soy”.
Con Mozart no hay nada de eso: todo es fácil, directo y natural, aunque su música sea de una riqueza fastuosa. Enfermo, con apuros económicos que le obligaban a trabajar intensamente,“Mozart compuso en sus seis últimos meses en la tierra más obras que muchos autores en toda su existencia” (Xavier Pujol). Entre ellas, La flauta mágica, el inacabado Requiem y este concierto para clarinete y cuerda que hoy, como tantas otras veces, basta para salvar el día.
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