Teatro. Dos jóvenes actrices en un escenario. Parecen sufrir y alegrarse en demasía. Pasan de la risa al llanto sin solución de continuidad, de la agitación frenética al susurro (relativo, en el teatro todo se dice en un volumen excesivamente elevado). Gritan, bailan, corren, lloran, pelean, se reconcilian, se tiran tartas, se pintarrajean, se desnudan, se duchan... Las pobres tienen que acabar agotadas. Al término de la representación el escenario semeja un paisaje después de la batalla. Charcos, restos de nata y pintura por todas partes, sillas volcadas, ropa interior lastimosamente abandonada.
El espectador no capta el sentido de tanta agitación, el conflicto dramático no es verosímil y, en cualquier caso, no guarda proporción con la intensidad de las convulsiones a que obliga a las actrices. Todo el meneo parece fatigosa gimnasia. Así que el poco implicado asistente aplaude forzadamente al final, incómodo para más inri por la presencia de la autora, que asiste a la representación (¿vendrá a todas?), vigila a los asistentes y evalúa –la mirada no deja dudas- su nivel de entusiasmo. El choque de miradas entre algunos presentes y ella, a la salida, es fugaz y huidizo. Encima, puede leerse en el vestíbulo, tras un cristal, la fotocopia ampliada de una crítica en la cual el del ramo manifiesta el deseo de que un día las actrices lleguen a ser tan buenas actuando como ahora son bellas... Arsénico caballeroso con compasión. ¿No habíamos quedado en que sólo se cuelgan en lugares así críticas favorables?
Se podrá pensar que todo ha sido cuestión de mala suerte. Esta obra es mala, pero hay otras buenas o muy buenas. Sí, algo de justicia hay en esta simple distinción. Pero, aparte de que uno ya está harto de muchísimos montajes de este jaez, en los cuales se somete a los actores a una trabajera inhumana y sin objeto dramático consistente, tengo para mí que el teatro, todo el teatro, tiene en sí unas limitaciones que lo lastran irremisiblemente. O tal vez es que el cine ha transformado sin remedio nuestra visión y ha mostrado a las claras el margen de primitivismo que la representación “en vivo” tiene casi siempre. La obligación de forzar el tono y volumen de voz, la carencia de distintos planos de visión, la exageración gestual impuesta por la distancia, y en suma la visión sólo a grandes rasgos son elementos que empobrecen el espectáculo y lo dotan, paradójicamente, de una artificialidad e irrealidad que no se ve compensada por la presencia de los actores allá arriba.
Casi nunca prefiero una película a la novela en que se basó el guión. Por el contrario, nunca echo de menos una obra de teatro cuando veo un film del que surgió. El pasado año disfruté con Closer, y no necesito para nada ver la obra teatral original. Incluso prefiero mil veces Vania en la calle 42, la película de Louis Malle, a cualquier representación que se pueda ver de la genial pieza de Chejov. Uno ha leído textos de teatro maravillosos. Pero cuando los ha visto sobre las tablas, la verdad..., ha pensado: qué película haría un gran director de cine con este material.
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