Nuestra tertulia sobre un libro se celebra, más o menos quincenalmente, en una cafetería céntrica, un comercio se supone que con clientela fiel y nutrida pero anclado, calculo, como poco en los años sesenta del siglo pasado (qué raro resulta tener que escribir esto del siglo pasado; siento aún que acabamos de empezar éste). Es una cafetería con espeso olor a serrín, humedad y aceites muy usados en la que se pueden ver deportes televisados a todas horas. Fútbol, pero también otros más improbables: billar, tenis de mesa, patinaje sobre hielo, triatlón o arrastre de camiones, esto último siempre a cargo de robustos australianos o leñadores de Montana.
El local tiene además un sótano que conserva el mismo mobiliario que conocí hace más de treinta años, cuando endulzábamos nuestra ilusión adolescente, de amistad y primeros amores, con tostadas de nata y mermelada y mucho schweps de naranja. Hay mesas bajas y sillas de cuero sin tapizar, que recuerdan por su asiento y respaldo a las de tela que emplean los directores de cine en los rodajes, y además, cerca de las paredes, otras mesitas diseñadas por un liliputiense, con sillas igualmente diminutas y muy bajas en las cuales el cliente se hunde y pierde la dignidad sin remedio. En este sótano y en estas sillas tomamos algo y hablamos de libros.
Todavía pasea por el sótano la misma camarera ceñuda de mi juventud, pero sus funciones actuales se asemejan a las vagas y protocolarias de una reina madre. El que de verdad atiende a los clientes es un joven que cojea ostensiblemente. Es un profesional con años de experiencia, se ve, salvo en el detalle de que calcula los precios de modo aproximativo, en función de un criterio cambiante y propio. Pero su esforzada, casi dolorosa inestabilidad al caminar carga la atmósfera de una expectación ominosa. Se acerca lentamente con las consumiciones pedidas, se agacha para depositarlas sobre la bajísima mesita y contenemos el aliento y la palabra, a medias avergonzados por nuestro acaloramiento sobre las virtudes o defectos del libro, a medias temerosos de que los cafés y las cervezas vuelquen sobre nuestras piernas con estrépito de líquidos y vidrios. Cuando todo ha quedado dispuesto en el reducido espacio, hay un suspiro de alivio que inyecta nuevos bríos a nuestras discrepancias sobre los engaños de la primera persona narrativa y el estilo libre indirecto.
Por lo demás el sitio es perfecto. Podemos levantar la voz sin miedo a molestar, bien porque en muchas ocasiones nadie más se ha aventurado a descender a esta céntrica catacumba, bien porque nuestras esporádicas acompañantes son señoras que componen tertulias mudas mientras saborean las tostadas y sandwiches de antaño. No nos miran, pero nosotros sí cavilamos sobre sus motivos para llegarse a este remoto agujero. Un día vimos a una joven y arrullante pareja ocupar sillas como las nuestras. Pero sentarse a veinte centímetros del suelo obliga a las piernas a flexiones inverosímiles, y así no hay manera, la pasión topa con serios obstáculos.
Algún miembro de la tertulia insiste cíclicamente en que debemos explorar otros lugares de conversación. Pero las tentativas se han saldado hasta el momento con sonados fracasos. El horror al silencio hace muchos años que alcanzó a los bares y las gentes, y en casi todos la música y el griterío español obligan a un esfuerzo auditivo que descentra y aburre. Pero el día que nos internamos en un centro cívico, nuestros propios decibelios soliviantaron a los jubilados. A hurtadillas, con miradas graves, levantaban las gafas de los periódicos y teclados para mostrar su censura por la estridencia con que uno despreciaba los libros de Javier Marías y otro aseveraba que después de Faulkner la novela se quedó exhausta allá en la cima.
Un día, me temo, nos vamos a encontrar con el sótano clausurado, porque ni para pagar la luz compensará tenerlo abierto. Pero antes, más miedo me da, el camarero y su bandeja acabarán abalanzándose sobre nosotros, y su azoramiento y el nuestro, juntos y multiplicados, disolverán por el camino de la vergüenza esta frágil convivencia intermitente.
2 comentarios:
Habrá que rendir visita al Bahía en Pamplona pues
Gran post. El sótano del Bahía. Inabarcable espacio de la memoria infantil. Tenía cierta clase, no tanta como la del Scotch, pero había un intento de dignidad. Pensé que habría muerto de viejo, pero me encantaría volver allí. Y, bueno, ciertamente no es el Gijón de sus días ni el Fornos, Levante, Teide, Palmeras ni demás cafetines de postín de Madrid. Hoy ya no hay cafés, hay que asumirlo. ¿Qué tipo de progreso es el nuestro? En el Madrid del primer tercio del XX estaban a rebosar. Eran años florecientes, a pesar de todo. Los veo como alegres. Llegó Franco y la máxima alegría hubo que buscarlas en sótanos como los del Bahía.
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