Sólo los falsos aseguran que la vida privada de los demás no importa. Sólo los desconfiados rehúyen los chismes. Sólo los mentirosos dicen: prefiero no saberlo. Esto escribía el otro día Elvira Lindo en los papeles. Completamente de acuerdo. Hombre, quedaría más elegante apoyarse en la autoridad de Goethe o Thomas Mann, pero uno encuentra sus asideros donde saltan, y además me juego el cuello a que los citados aplaudirían sin reservas el dictamen de Elvira Lindo.
Y es que uno se encuentra mucho mejor, y más cómodo, en compañía de quienes muestran un genuino interés por las vidas de los demás, por sus peripecias sentimentales y laborales, por sus gustos, gestos y manías, por sus deseos y aflicciones. El desinterés, el olímpico desdén del discreto, no suele encubrir más que hipocresía o egolatría hipertrofiada hasta el autismo.
Además, no entiendo cómo se puede ser amante de la literatura sin ese interés primero, sincero, directo, claro y sin tapujos por las incidencias vitales de otras personas. La literatura, casi toda la literatura, sólo es apta para curiosos, para gente a la que le interesa las andanzas muy particulares del projimo. Gente a la cual, por qué no, le gustaría mirar por el ojo de la cerradura, enterarse de lo que pasa en la intimidad, gente empeñada en entender su propia vida, y a la que le va mucho, por ello, en conocer los deseos, dolores, gustos y sueños de otros y otras.
Y no se trata sólo de la literatura. Leemos también memorias, autobiografías, biografías o diarios porque satisfacen ese mismo impulso natural y saludable, y porque pensamos que de ahí sacaremos ejemplos y contraejemplos útiles para nuestra propia existencia, el saber de vidas paralelas, o muy poco paralelas, que despejará nuestra confusión, o al menos nos regalará el triste consuelo de la identificación dolorosa sin salida.
Es cierto que en la literatura, o en el cine, hay ejemplos excelsos de empleo del silencio, del secreto, de lo inexpresado y sólo sugerido, del laconismo, de lo no dicho o apuntado muy veladamente, de la discreción y la reserva extrema sobre las incidencias particulares. Pero para andar por el mundo prefiero mil veces la curiosidad, y en correspondencia, la expresión franca de lo que pasa, de aquello que nos sucede, alegra o acongoja.
Evidentemente, no todas las incidencias particulares provocan idéntica curiosidad. El mundo está lleno de conversaciones de grado cero en las cuales las palabras sólo transportan la trivialidad más chata y tediosa. Y, por otra parte, ¡claro!, la curiosidad debe ir acompañada de un uso prudente de la discreción. Ser curioso no es ser chismoso sin discriminación. Pero esto es una obviedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario