01 marzo 2006

Curiosidad por las vidas ajenas

Sólo los falsos aseguran que la vida privada de los demás no importa. Sólo los desconfiados rehúyen los chismes. Sólo los mentirosos dicen: prefiero no saberlo. Esto escribía el otro día Elvira Lindo en los papeles. Completamente de acuerdo. Hombre, quedaría más elegante apoyarse en la autoridad de Goethe o Thomas Mann, pero uno encuentra sus asideros donde saltan, y además me juego el cuello a que los citados aplaudirían sin reservas el dictamen de Elvira Lindo.

Y es que uno se encuentra mucho mejor, y más cómodo, en compañía de quienes muestran un genuino interés por las vidas de los demás, por sus peripecias sentimentales y laborales, por sus gustos, gestos y manías, por sus deseos y aflicciones. El desinterés, el olímpico desdén del discreto, no suele encubrir más que hipocresía o egolatría hipertrofiada hasta el autismo.

Además, no entiendo cómo se puede ser amante de la literatura sin ese interés primero, sincero, directo, claro y sin tapujos por las incidencias vitales de otras personas. La literatura, casi toda la literatura, sólo es apta para curiosos, para gente a la que le interesa las andanzas muy particulares del projimo. Gente a la cual, por qué no, le gustaría mirar por el ojo de la cerradura, enterarse de lo que pasa en la intimidad, gente empeñada en entender su propia vida, y a la que le va mucho, por ello, en conocer los deseos, dolores, gustos y sueños de otros y otras.

Y no se trata sólo de la literatura. Leemos también memorias, autobiografías, biografías o diarios porque satisfacen ese mismo impulso natural y saludable, y porque pensamos que de ahí sacaremos ejemplos y contraejemplos útiles para nuestra propia existencia, el saber de vidas paralelas, o muy poco paralelas, que despejará nuestra confusión, o al menos nos regalará el triste consuelo de la identificación dolorosa sin salida.

Es cierto que en la literatura, o en el cine, hay ejemplos excelsos de empleo del silencio, del secreto, de lo inexpresado y sólo sugerido, del laconismo, de lo no dicho o apuntado muy veladamente, de la discreción y la reserva extrema sobre las incidencias particulares. Pero para andar por el mundo prefiero mil veces la curiosidad, y en correspondencia, la expresión franca de lo que pasa, de aquello que nos sucede, alegra o acongoja.

Evidentemente, no todas las incidencias particulares provocan idéntica curiosidad. El mundo está lleno de conversaciones de grado cero en las cuales las palabras sólo transportan la trivialidad más chata y tediosa. Y, por otra parte, ¡claro!, la curiosidad debe ir acompañada de un uso prudente de la discreción. Ser curioso no es ser chismoso sin discriminación. Pero esto es una obviedad.

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