Escribía el otro día en el periódico Rafael Conte (pronto, dicen, entrará con sus puritos malolientes en la Real Academia representando a los críticos literarios) que la nueva edición castellana de Edad de hombre, de Michel Leiris, publicada por la editorial Laetoli, recupera “la espléndida traducción del gran escritor chileno que fue Mauricio Wazquez”. ¿Espléndida? ¿Ha leído Conte esa traducción de 1979? ¿Sabe de qué habla? Wacquez fue un novelista apreciable, pero su traducción de Leiris es infame, tanto que cabe sospechar que en realidad firmó algo subcontratado a un ignorante en cualquier lengua viva o muerta, aunque eso sí, todavía peor pagado que él. Y el editor de entonces, me temo, apuntaló el desastre con erratas de grueso calibre. La edición de Laetoli, en cambio, es modélica, pero sé que lo es por los desvelos del editor, que se propuso enmendar el chandrío que tenía entre manos, y sobre todo gracias al anónimo corrector (no consta en la página de créditos), quien ha hecho una labor espléndida de acicalamiento de aquel texto seudocastellano. Mauricio Wacquez continúa figurando como traductor, pero el editor y el corrector son los artífices de una publicación que, ahora sí, nos regala al verdadero Leiris.
Se ha convertido en un lugar común entre las gentes del libro lamentar la desaparición en el sector de figuras como los revisores técnicos o de traducciones, o los correctores de estilo o de pruebas, que antes aseguraban al menos la pulcritud de los textos publicados. La extensión implacable de un modo de actuar guiado sólo por la lógica financiera merma la calidad de los productos que compramos en las librerías.
Conozco a algunos de estos mediadores, que compensan las frecuentes carencias del autor o traductor. Son revisores y correctores que poseen saberes enciclopédicos, y capaces de enmendar disparates sintácticos, de encontrar el nombre correcto de alguien a quien el autor citó a la buena de dios, de advertir incongruencias en fechas, de poner signos de puntuación en su sitio y no como si el autor los hubiera espolvoreado sobre el texto. Pero son personas condenadas a cobrar tarifas ridículas, pese a lo cual las editoriales (sobre todo los grandes grupos) prescinden cada vez más de sus servicios, confiando en las nuevas tecnologías como si de una pócima mágica se tratara. Un eslabón esencial del proceso editorial está desapareciendo, y eso se nota en muchos libros.
Pero todo no está perdido, ni mucho menos. Quedémonos con el rigor y excelencia con que sellos como Laetoli afrontan su producción. Lo primero de todo el texto, siempre el texto.
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