Más estanterías en casa. Con estas flamantes, agoto las posibilidades de ocupación. Cuando las baldas estén abarrotadas, no cabrán más libros en ninguna estancia. Sólo los baños serán zona liberada. Al contrario que el protagonista de La casa de papel, el libro sobre enfermos de libros del uruguayo Carlos Domínguez, que “había dejado de bañarse con agua caliente para evitar el vapor”, yo no creo que pueda habituarme nunca al agua fría.
Estoy en la pesadilla de Los demasiados libros, que diría Gabriel Zaid, el ensayista mexicano que siempre deja caer pequeñas perlas a su paso. Uno ama los libros de tal modo que sueña con tenerlos todos. Pero la lectura no es el amor al libro como objeto, ni mucho menos el coleccionismo del que atesora ejemplares valiosos como otros sellos o monedas: es una singladura con su propio ritmo, y que en mi caso tiende a la morosidad. Melancolía: me moriré sin haber leído muchos de los que tengo y de los que seguirán entrando —no sé a dónde—.
Además, y como les sucede incluso a los lectores más dedicados, de vez en cuando sufro punzadas de duda angustiosa. ¿La vida está en otra parte? Ello sin contar con que, como tituló Martín Vigil una novela indescriptiblemente mala, pero de imborrable recuerdo adolescente, la vida sale al encuentro: la vida de las pejigueras y las mojigangas, las molestias inaplazables y los requerimientos sociales –que al mismo tiempo uno busca con gusto y a veces con ansiedad—.
El bibliómano que además es lector no tiene ninguna gana de dar el pego o alardear. “Tener a la vista libros no leídos es como girar cheques sin fondos: un fraude a las visitas”, dice Zaid. No, no. Creo más bien que, “toda biblioteca personal es un proyecto de lectura” (Gaos). Sólo que el empeño del lector bulímico se topa con la realidad, y el proyecto, fatalmente, queda, como el personaje de Calvino, demediado.
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