Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez. Un libro para leer de una tacada, un sábado tranquilo, por ejemplo. A partir de 1939, republicanos vencidos, humillados, fusilados, ilusiones destrozadas, frío y hedor.
De entrada, admiración. La música cuidada de las palabras al servicio de la lección moral, del homenaje al dolor de unas gentes que tenían ilusiones de progreso y justicia y que, simplemente, perdieron.
Pero más de una vez, mientras leemos, y sobre todo en los dos relatos más extensos, tenemos el barrunto de que esto ya lo teníamos leído, de que asoman los tópicos progres urdidos por la sentimentalidad “buenista” de izquierdas; aunque conviene no olvidar que el tópico degrada casi siempre algo que fue verdad, en este caso la doble verdad de quienes luchaban por la transformación, y de quienes, en el otro lado, impusieron su conservadurismo brutal, que no quería ni podía quitarse el olor a torva sacristía y brillantina.
Con todo, uff, qué libro más esforzado. La fatigosa sensación que no le abandona a uno en en el trayector lector es esta: el tremendo trabajo que se ha tomado Méndez. Se nota demasiado su empeño en cincelar una y mil veces la frase, en tallar un discurso lingüístico con denuedo, palabra sobre palabra. Se advierte tanto su esfuerzo que casi sudamos con él, que le da vueltas y vueltas a cada verbo, a cada sustantivo y adjetivo. Estas apenas ciento cincuenta páginas deben de tener detrás varios cientos más. Y lo malo es que la paliza se nota en demasía, que aparece el manierismo, y que casi vemos los folios un poco sobados.
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