El otro día murió Jean François Revel. Más de veinte años aprendiendo con sus libros. Así que en el final de un ateo irreductible nada más respetuoso que leerle. Compré Diario de fin de siglo hace cuatro años, en cuanto lo publicó ediciones B, pero en este tiempo otros hilos han tirado de mí y el grueso volumen permanecía mudo. “Un libro no leído es un libro no escrito”, escribió Blanchot, y si entendemos la lectura como un diálogo íntimo y vivo entre el autor y un lector, creo que acertó. ¿Había escrito Revel este libro, que encima no se vendió nada en España y ahora se salda a tres euros por todas partes? Sólo estos días acabo de comprobar, de verdad, que sí.
Revel no es ni quiere ser un pensador fino y delicado, y a veces sus generalizaciones, sus afirmaciones contundentes, o incluso su selección de informaciones, me incomodan. Pero es un polemista formidable al que se le entiende todo, un escritor que conoce las reglas de la diatriba e incluso el panfleto, entre las que se incluye una simplificación de los mensajes. Revel odiaba los lenguajes oscuros, las teorías políticas y culturales alemanoides que ofuscan nuestro entendimiento pero engordan a tediosos exégetas. Para mí, que comencé a leerle siendo todavía admirador del comunismo y del nacionalismo, Revel ha sido un excelente regulador de mis ideas, un contrapunto agudo al izquierdismo que me forzaba a repensar, enfriar o más de una vez modificar mis entusiasmos. Nunca he votado en España al partido o partidos a los que supongo Revel hubiese dado su papeleta, pero su influencia ha sido poderosa en algunas gentes de izquierda. Nos ayudó por ejemplo a entender que el comunismo no era un noble sueño, sino una pesadilla totalitaria, y que los proyectos radicales de ingeniería política, fatalmente aliados con la mentira y la rapiña, conducen a la opresión o muerte de millones de personas –muchos lo habían dicho ya, cierto, pero Revel lo ha gritado hasta el último momento, apoyándose en una documentación apabullante-.
Su Diario de fin de siglo es intelectual y político, pero por ello mismo sumamente personal (no íntimo, claro). Y es personal porque compendia, al hilo de lo sucedido en el 2000, muchas de las ideas y rabias que ya conocíamos sus seguidores. Hay aquí una defensa sin complejos de la democracia, el liberalismo y el capitalismo como la mejor manera de organizar con (siempre) relativa justicia la sociedad. La democracia es algo frágil, que sólo se sustenta en el alejamiento radical de la mentira, los creencias no contrastadas, las falsas promesas, las consolaciones y utopías. Así que crítica la pervivencia en la izquierda no comunista de querencias por modelos o sistemas políticos detestables (Revel considera el daño hecho por el comunismo de una magnitud equiparable a la del nazismo); o proclama sin remilgos su aversión frontal al nacionalismo, hasta el punto de mostrarse varias veces harto de la miseria y corrupción que anidan en Córcega y de ser partidario de abandonar la isla a su suerte y concederle la independencia. Revel fustiga también supuestas verdades que no le merecen gran crédito, sean la maldad intrínseca del sistema político americano o la de los alimentos transgénicos, la perversión de la globalización o la atribución permanente de todos los males del tercer mundo al imperialismo y las políticas colonialistas del pasado -en buena medida, dice, son los propios países los culpables de su situación, toda vez que perviven con lozanía la satrapía local y el saqueo de las arcas públicas y de las ayudas internacionales, o el tremendo lastre de las guerras civiles, muchas veces interétnicas. Y qué decir, en fin, de la degradación de la enseñanza, carcomida por el crepúsculo del deber en la familia y en la institución escolar y, cosa no menos importante, la debilidad o estulticia de la mayoría de los discursos pedagógicos modernos.
Todo esto se encontraba, in extenso, en otros libros de Revel. Así que me he fijado ahora más en sus comentarios sobre cuestiones más “menudas”: su indignación ante el culto a la velocidad y ante el mandamiento actual de “divertirse hasta morir”; la pérdida de calidad y sabor de ciertas materias primas (frutas, verduras, etc.), que entristece a un gourmet como él; el deterioro del francés en la calle y en los medios de masas; su agobio frente a requerimientos sociales que le restan tiempo para el trabajo que verdaderamente le interesa; el elogio de la conversación unida a una buena mesa, y la dificultad de una buena charla si hay exceso de comensales; o, incluso (será porque lo he pensado con frecuencia últimamente), la endeblez del argumento y de las partes recitadas de La flauta mágica.
Las últimas palabras del libro recuerdan las que guiaban uno de sus libros más apreciados, El conocimiento inútil: «Una enseñanza, una impresión, diría más modestamente, se desprende para mí de estas notas escritas a vuela pluma durante el último año del siglo. De este siglo que fue el de la lucha entre democracia y totalitarismo, todavía tenemos demasiado arraigadas, pese a la victoria de la democracia, las deformaciones intelectuales del totalitarismo. La democracia no habrá ganado del todo mientras mentir siga pareciendo un comportamiento natural, tanto en el ámbito de la política como en el del pensamiento. Mientras se eternicen en el debate público la traición a la verdad, la negación de los hechos elementales, la distorsión ideológica, el deseo de derribar al contradictor y no de refutar sus argumentos, no podremos afirmar, diga lo que diga el calendario, haber salido del siglo XX y entrado en el tercer milenio.»
1 comentario:
Mientras leía este magnífico comentario sobre Revel (¡Viva Revel!) pensaba en gente a quien debiera "castigarse" (como se castiga a quienes infringen señales de tráfico o se dedican al botellón) a acudir a una lectura de Revel hasta dosis indigestas, para inocularles el virus del denostado liberalismo de manera irreparable.
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