En mi pueblo han quemado esta madrugada la ferretería del portavoz de UPN en el ayuntamiento, un hombre con el que me he cruzado a veces en estos últimos tres años, él siempre custodiado por dos jóvenes que miraban los bajos de la camioneta del concejal y –siempre con atención recelosa— a todos los que nos topábamos con el trío.
Ya puestos, y como el fuego no sabe de límites exactos, y menos habiendo en la tienda pinturas y plásticos, los autores de la fechoría seguro que han calculado que los comercios contiguos y todos los pisos de encima iban a verse afectados. Si uno se pone a la faena, pues eso, se pone y pelillos a la mar. Además, mejor: con el miedo siempre ha crecido el número de vecinos que deseaban que los amenazados se fueran muy lejos, como apestados que sólo esparcen problemas a su alrededor. Ahora acabo de leer en internet que la ferretería ha sido arrasada, hay 56 vecinos desalojados y destrozos en una mercería y en otra tienda de ropa a la que el humo ha dejado el género inservible. En el paseo matutino he visto con mis ojos el aspecto desolado de todo el edificio, el tizne y la destrucción.
Toda la noche ha llovido intensamente, e imagino lo penoso que ha debido de ser el desalojo apresurado de los vecinos y lo que sentirán ahora, allí donde estén precariamente instalados. Supongo que en unos meses todo recuperará su aspecto normal, eso sí, después de los forcejeos con los seguros y las incontables molestias que sufrirán los agredidos. Pero a mí me interesa lo que ha pasado hoy y sigue pasando en estos momentos –y ello al margen, por irrelevante, de si la faena la han ejecutado los de la Cosa Nuestra o cachorros que se resisten a la tierna jubilación—.
En Cámera café hay un personaje, Arturo Cañas, que además de chófer del presidente es el matón y extorsionador de la oficina. Resulta un sujeto repugnante, pero lo curioso es que todos sus compañeros tratan de caerle bien. Le bailan el agua, le consuelan en sus escasos momentos de flaqueza y, por supuesto, están dispuestos a minimizar y olvidar con presteza sus desmanes. En un delirante sketch recuerdo que Arturo incluso lloraba —y sus colegas de trabajo le consolaban— al recordar los traumas de su infancia. Entendimos que su brutalidad, como nos dicen algunos listos que pasa siempre con la violencia, tenía causas ancladas en el profundo pasado.
Llevaba yo unos cuantos días acordándome de los compañeros de Arturo Cañas cuando veía a tantos intentando “reposicionarse” (perdón por el palabro) en la nueva situación política. Hoy he vuelto del desayuno desalentado, y, me temo, en pocos minutos oiré a un Jesús Quesada cualquiera hablando de que estos incidentes no deben entorpecer el “ilusionante proceso”, o incluso a un trasunto del más patético Julián Palacios que, después de que Arturo le estampe diez veces la cabeza contra la máquina de café estará dispuesto, faltaría más, a dejarle las llaves de su piso para una de sus farras.
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