Sobre la obra de Eduardo Mendoza tengo opiniones de lo más corrientes. Es decir, me parecen soberbias sus tres novelas extensas y «serias» –La verdad sobre el caso Savolta, La ciudad de los prodigios y Una comedia ligera-, muy estimable El año del diluvio, y entretenidas las novelas humorístico-picarescas (en especial las dos primeras; mucho menos La aventura del tocador de señoras). Pero me reí con ganas al comienzo de ellas y cada vez menos conforme avanzaban. Creo que es normal y no depende sólo del talento de Mendoza. Salvo a ciertos atletas de la carcajada, a la mayoría de la gente le resulta fatigoso y poco natural mantener durante horas la contracción muscular que provocan las gracias, en especial si se trata de algo tan difícil como el humor escrito. Por buenos que sean los chistes o las situaciones cómicas, decae la respuesta. Hasta con mis admirados Faemino y Cansado resulta imposible sostener similar intensidad de la risa a lo largo de todo su espectáculo, y eso que ahí juegan también los recursos vocales y gestuales.
Ahora Mendoza ha publicado Mauricio o las elecciones primarias, una novela insatisfactoria, un pelín aburrida y anticuada en algunos de sus modos narrativos. Mendoza ha repetido con frecuencia que la novela de sofá está agotada. Pues vaya: la historia de Mauricio está contada como la de la marquesa que salió de casa a las cinco. La voz del narrador omnisciente, que cose los fragmentos a la manera más decimonónica, arroja a lo largo del texto reflexiones y generalizaciones sin demasiados miramientos ni sutilezas, de forma un tanto destartalada. Ahí sí que se reconoce la huella de Baroja, que el escritor ha admitido.
Mendoza se ha referido en las entrevistas al marco social, político y ciudadano en que sitúa las peripecias de los personajes, y ha otorgado a éstas un carácter emblemático. Pero ahí se engaña o nos engaña. Nada sustancial hay en el texto que relacione lo individual y lo social, o que muestre convincentemente la influencia de la Barcelona de mediados de los ochenta en la vida de Mauricio o sus amigos. La ciudad es sólo un irrelevante escenario. Poco hay también sobre la política de los socialistas en el poder entonces en España, y nada acerca de la de los pujolistas en Cataluña. El paso de Mauricio por la política es muy breve y pintoresco y no deja huella en su vida, salvo su conocimiento de “la Porritos”. La política es algo, eso sí, sobre lo que discursea Mendoza o peroran los personajes (todos con el mismo tono expresivo, sin distinción), en el peor estilo barojiano, un postizo desvaído y tosco, nada que brote del encadenamiento de las acciones.
La única subtrama conseguida es la del devenir sentimental de Mauricio y Clotilde, y, como contraste menos logrado, la relación de Mauricio con la gente de Santa Coloma de Gramanet. Entre Mauricio y Clotilde predomina lo insatisfactorio. No hay romanticismo, sólo reticencias y guerrilla de posiciones, rupturas transitorias y reconciliaciones poco ardorosas. Frente a ellos, gente de muy poca altura aunque “moderna”, se alzan la Porritos o Brihuegas. El amor de la primera por Mauricio es genuino, y el atrabiliario Brihuegas representa los valores del militante de base. Pero ni Mauricio tiene nada que ver con Brihuegas ni los vínculos con la pobre Porritos son otros que los de la vanidad y, después, la mala conciencia y la culpa. El dentista, aunque lúcido en ocasiones, no se sale de su círculo, esa burguesía catalana repleta de personas industriosas pero convencionales, trapaceras, adictas a la doble moral, superficiales y acomodaticias. Las familias de los dos protagonistas, o el abogado Macarrós, o Fontán y su novia, quintaesencian a la burguesía menos presentable, pero son el ámbito en que Mauricio está decidido a vivir. Como piensa en cierto momento, el seguro y aburrido mundo de Clotilde «le parecía cada vez más placentero. Allí también había problemas, pero la mayor parte se podían solucionar aplicando la razón y los demás desaparecían solos, con el paso del tiempo».
Para ser justos, hay cosas valiosas en el libro: la gracia de algunos diálogos, y dentro de estos de algunas expresiones, lo que da fe del estupendo oído de Mendoza y de su habilidad para mezclar registros lingüísticos; la adjetivación precisa, de brochazos perfectamente definitorios; el sabio uso de la elipsis y del sobreentendido, o, en fin, el empleo feliz de la hipérbole, algo que suele ser también lo más salvable del Mendoza columnista.
Qué pena. Guardo imborrables experiencias de lectura de Mendoza y por eso me fastidia más esta decepción. Así que prefiero quedarme con la dolorosa constatación de Mauricio cuando decide aferrarse a su acomodado mundo. Será ficticio, pero es que «en el mundo real las cosas no tienen solución por la obcecación y el empecinamiento de las personas. La naturaleza humana prefiere el mal de todos a la transacción. Que se venga el mundo abajo antes de ceder un palmo».
1 comentario:
Gracias por tu comentario, que resulta de los más oportuno cuando alguien, como en este caso yo mismo, duda si emprender o no la lectura de la novela de Mendoza. Coincido plenamente con tus observaciones introductorias sobre la obra de Mendoza, así que con seguridad coincidiría también con tu opinión sobre "Mauricio". Mendoza ha devenido en un escritor desangelado a fuer de sutil y parece, también en sus columnas periodísticas, un autor de ficciones "recién cansado". Por lo demás, da el tono de los escritores españoles de su generación, que, si no están muy cabreados por lo mal que va el mundo, como Rosa Montero, tienden a ser ligeramente autocomplacientes, ligeramente desencantados, ligeramente desdeñosos, ligeramente moralistas, todo muy ligeramente, y eso también, excelentes prosistas.
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