"Al pasar del siglo XX al siglo XXI una constatación elemental acredita la desaprobación de las utopías y honra la asunción de lo imperfecto. El siglo XX aprobó las revoluciones más maximalistas –el comunismo y el nazismo— en demérito de lo posible, de la reforma, del cambio que atiende a la naturaleza imperfecta de lo humano. Incluso la posibilidad de un retorno de lo religioso está por ser tenida en cuenta si constatamos que somos lo que somos y no lo que, en nombre de una ideología abstracta, debiéramos ser. En el siglo XX las guerras, las hecatombes y los genocidios alcanzaron su punto histórico más álgido porque operaban de espaldas a la realidad finita de lo humano, a las especificaciones de –pongamos por caso— el Sermón de la Montaña. No es una mera especulación del pragmatismo: la entrega ideológica impugnaba la concreción del amor, los postulados de la piedad, la tangibilidad del otro como semejante y no como enajenamiento colectivizado. Ésa es la apuesta por un futuro imperfecto que puede asumir todos los avances tecnocientíficos y todas las evoluciones sociales sin esperar que el mundo logre su acabado lineal y abstracto. Mejoran o empeoran las instituciones, en la medida de lo practicable, pero el ser humano, el animal humano de Darwin, no resulta ser más bueno ni tiene por qué ser más malo. En definitiva, el mal es inextinguible y el hombre es como es en ese futuro, imperfecto. Nadie ha impuesto a la realidad intramundana –dice Ortega en Una interpretación de la historia universal— la obligación de terminar bien, como es obligatorio en las películas norteamericanas: nadie tiene el derecho de exigir a Dios que prefiera hacer de la historia humana una dulce comedia de costumbres en vez de dejarla ser una inmensa tragedia. Dicho de otro modo: el hombre es un sistema de deseos imposibles en este mundo".
Valentí Puig
Por un futuro imperfecto
Los retos políticos en el umbral del siglo XXI
Páginas 25-26
Editorial Destino
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