En cuatro ratos, aprovechando sólo el tiempo que paso a diario en el transporte público, he devorado el último libro de Alan Bennet, sus Dos historias nada decentes. Ya disfruté mucho con las anteriores historias cortas de Bennet, en particular con La ceremonia del masaje, Una lectora nada común y La dama de la furgoneta. Con estas de ahora estaba tan absorto que en todos los trayectos de la villavesa a punto he estado de saltarme mi parada.
Porque La señora Donaldson rejuvenece, la primera historia, exhibe los mejores recursos de Bennet como humorista y autor dramático. Brilla, ante todo, su maestría en los diálogos. Los fragmentos que discurren en el hospital en el que la señora Donaldson interpreta distintos papeles de paciente para unos estudiantes de medicina que hacen prácticas de consulta —un marco de situación que revela enormes posibilidades dramáticas— están hilados con tanta ironía y gracia que merecen ser leídos veinte veces para ver de atrapar el secreto de los buenos diálogos.
Pero en esta historia lo que me maravilla en Bennet es la manera tan contenida —irónica, no cómica— en que narra las andanzas de una señora Donaldson alterada, intrigada y excitada. La vertiente sexual de su cambio vital podía haber despeñado el relato por una comicidad de sal gorda y cachondina. Bennet, muy inglés, se frena: opta por la suavidad, casi por la frialdad, y por esas cualidades que el diccionario asocia a la sutileza: lo delgado y delicado y, siempre, lo agudo, perspicaz e ingenioso.
Y eso que la vida de la señora Donaldson se anima desde que empieza a trabajar de “paciente” (casi actriz) ante los estudiantes, y aparecen en su aburrida vida los jóvenes, y con ellos las emociones asociadas a la curiosidad lasciva. ¿Emociones prometedoras? Tampoco nada del otro mundo. Porque ni ella ni ninguno de los personajes que conoce en este nueva etapa de su vida albergan nada particularmente exaltante. Bennett, suave pero ácido, casi feroz, olvida cualquier emoción torrencial; pero también cualquier sentimiento elevado, nobleza o solemnidad.
La segunda historia, La ignorancia de la señora Forbes, más breve aún, es más desmadrada, y la acumulación de enredos la desliza, en mi gusto, hacia un vodevil caricaturesco. Un vodevil que da para un rato muy entretenido, pero, creo, menos feliz en sus resultados. Tal vez porque en su brevedad el escritor ha concentrado demasiadas peripecias, demasiadas piezas que encajar en un frenesí de sexo, engaños, falsas ingenuidades y chantajes. Pero se lee de un tirón, y la sabiduría de Bennet siempre está presente en este cuento antimoral, una apología del engaño y la hipocresía. Y sólo las maldades y pullas clasistas y racistas de la señora Forbes, esos diálogos con su marido, justifican la lectura.
Entre las dos historias, sólo hay un personaje decididamente cretino, Graham, un lerdo narcisista que el autor retrata con crueldad. Los demás lo que desean es apañárselas, entretenerse, pasar el rato del mejor modo. Ninguno es tonto o ingenuo. Todos están al cabo de la calle de lo que se oculta por discreción, pero todos navegan en el fingimiento, en las conveniencias, en los sobreentendidos. Y sean jóvenes o mayores, vanidosos o mezquinos, representan la mediocridad vital, el ir tirando y una concepción muy en sordina de la aventura. El final, por ejemplo, de la primera historia parece prometer un salto en la carrera liberadora de la señora Donaldson. Pero sin alharacas. De hecho, casi le tienta más seguir leyendo un buen libro. Y en La ignorancia de la señora Forbes, ya he dicho, domina el fingimiento, porque a todos les conviene jugar a que saben mucho menos de lo que saben. Como dice Bennett en una entrevista en La Vanguardia: «si usted pudiera ver todo lo que en realidad hacemos, las vidas secretas de cada uno, ¡sería un terremoto! Si emergieran, se irían muchas cosas a pique, tal vez no estamos preparados para eso».
En la entrevista el autor inglés se queja de su estatus en la literatura inglesa contemporánea: «Como escribo mucho teatro parece que no sea uno de los grandes escritores. Me ven como parte del mundo del espectáculo». ¿Parte del mundo del espectáculo, por supuesto en sentido peyorativo, alguien capaz de escribir obras de teatro tan geniales como La locura del rey Jorge o The History Boys, o relatos como Una lectora nada común o La señora Donaldson rejuvenece? No, este es un autor como una casa.
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