El fin de semana vi dos veces Los ilusos, una película de Jonás Trueba hecha a lo largo de varios meses, casi en ratos libres, con actores amigos y aprovechando material sobrante de otras películas. Los ilusos está confeccionada con muy poco y posee un hilo argumental débil. Un joven, León, que, se nos dice, ya dirigió una película, y que, mientras lo vemos leer, comer, dar clases de cine, charlar con amigos, emborracharse y ligar, planea su próxima historia, la de un joven que se suicida al ser abandonado por su novia. León cuenta alguna vez el proyecto, y lo vemos leyendo libros de o sobre suicidas (Edouard Levé, Chusé Izuel). Eso es todo: el deambular del director, y de algunos de sus amigos y amigas, en el entretiempo poco definido en que piensa ese segundo film. Y ello en Madrid, una ciudad fea, a veces horrible, decrépita, con vallas de obras, zanjas y comercios clausurados con las persianas bajadas y sucias de pintadas, una ciudad sin la más mínima muestra de modernidad lujosa.
Los ilusos enseña repetidamente su condición de artificio. No sólo por la claqueta que abre o interrumpe varias escenas; también por los momentos en que las voces no corresponden con la imagen, u otros en que el propio Jonás Trueba aparece dando instrucciones a los actores sobre la entonación adecuada en una frase o su actitud en una secuencia. Además, incluso en momentos de alto voltaje hay fundidos en negro, que no sé si responden a que hubo que rodar una escena en momentos muy alejados, o a la intención tenaz de recordar el carácter “construido” de lo que se cuenta.
Con esos materiales tan modestos el director ha llenado la pantalla de verdad y fuerza emotiva. La historia, su autenticidad, vence a cualquier esfuerzo de distanciamiento. Trueba ha rodado una película a veces divertida, a veces suavemente amarga, siempre con un alto poder de sugerencia. Lejos de la negrura, las peripecias de León y sus amigos y amores enseñan mucho sobre la desorientación, la incertidumbre ante el futuro, la decepción por el derrumbe de ciertos sueños laborales, los amores líquidos en una juventud demasiado larga y precaria, o la fértil relación entre la ficción y la vida. No hay tesis, no hay conclusiones, no hay seguridades. Todo queda abierto. Incluso la escena en que la joven Aura Garrido, gran actriz, lanza una breve soflama contra la irresponsabilidad de la gente en España y la necesidad de comprometerse en algo y tener hijos, dista de ser un mensaje; queda más bien en el ámbito del dibujo del personaje, esa joven igual más ilusa, por su edad, que los demás —ilusa en el sentido, no peyorativo, de idealista, claro—.
Me gusta todo en esta película menesterosa, felizmente francesa, como de lo mejor de los años sesenta o setenta. No me molesta su aire deslavazado, su ritmo tan pausado. Incluso me entusiasman los riesgos de ritmo que arrostra Trueba en escenas como la de la larga canción que interpreta el grupo El Hijo en el domicilio de alguien, y que disfrutamos entera, sin que suceda en esos minutos ninguna otra cosa reseñable. O, por supuesto, la escena tan absurda, onírica y graciosa alrededor del cineasta Javier Rebollo y su empeño por huir de un conocido; o la aventura con las cintas en VHS que carga León por la ciudad (la cultura como una carga física pesada) y que acaban teniendo un uso sorprendente.
No es Los ilusos una película áspera, oscura, desesperanzada. Pero León, he dicho, prepara su película sobre un suicida, y en el curso de la historia se cita más de una vez a Chusé Izuel, quien se tiró desde el balcón de un quinto piso en Barcelona en 1992, a sus 24 años. Así que, espoleado por la película —y alejándome de ella, porque con el suicidio nos internamos en una atmósfera de enorme gravedad, que no es la de Los ilusos—, el domingo me lancé sobre Amarillo, el libro en que Félix Romeo merodea sobre Chusé Izuel, su amigo desde la infancia y compañero de piso, del piso donde se tiró, en aquellos años barceloneses de tanteos literarios.
El recuerdo de Chusé Izuel que cose Romeo está lleno de datos sobre el suicida y de palabras de él entresacadas de sus cartas, relatos y artículos. Pero ante todo rebosa culpa al no haber calibrado bien la desesperación en que vivía su amigo, y dolor por lo irremediable. Ante un suicidio, además, la pregunta por las causas se llena de incomprensión, de hipótesis y de enigmas que explotan y se llevan dentro muchos años después. Es un libro el de Romeo que no quiere ser una biografía, que no busca el dato exacto ni el retrato más acabado que hubiera podido componerse con los testimonios de otra gente cercana a Izuel. Félix Romeo se abandona sólo a su memoria personal, lacerante, al recuerdo de lo que vivieron juntos, de lo que lo vio sufrir, aun sin tomarse en serio ese sufrimiento, de lo que sólo supo o intuyó al morir su amigo, y de lo que transparentan los relatos de éste sobre sus aflicciones y violentos conflictos interiores, y a veces exteriores.
“Tengo veinticuatro años y soy un anciano que agoniza, que se atraganta con su propia saliva, que se caga en los calzoncillos, que se tropieza con sus pies, que busca la salida última, que le tiene pánico a su mismo nombre”. Esto escribió Chusé Izuel poco antes de morir, aunque la última noche la pasó bebiendo, fumando y hablando tranquilamente con el tercer inquilino del piso, Bizén Ibarra, y a las siete de la mañana, con hambre, se comió una tortilla francesa. Seguidamente se tiró desde ese quinto piso. No iba a ser un genio como escritor, y el abandono de su novia dos años antes lo había golpeado con una dureza extrema. ¿Se mató por eso, tal como parece revelar el texto que se lee en Los ilusos y que coloco aquí debajo? ¿Qué sabemos nosotros? ¿Qué podemos decir sobre la angustia de un suicida sin correr el grave riesgo de despeñarnos en el error o la tonta presunción?
“Puede que me equivoque, pero existe un momento en la vida, sólo un momento, en que somos conscientes de que somos genios o enamorados. O una cosa u otra, imposible ambas. Y cuando ese momento llega tenemos la vaga certeza de que arrastraremos nuestra carga, sea la que fuere, hasta el final de los días. Yo superé ya el momento. Sé que nunca alcanzaré las cimas de la genialidad y, lo más abrumador, acongojante aun, sé que el momento del amor se escurrió entre mis dedos para siempre. Así, ni tengo nada ni espero nada”.
3 comentarios:
Gracias por esa sugestiva invitación a ver con los ojos bien abiertos "Los ilusos".
En cuanto a sentirse o ser genio o enamorado, puede ser una pretensión ilusa, especialmente la primera; la segunda es más factible, aunque sea por un ratito...
La disyuntiva radical entre genio o enamorado que planteaba Chusé Izuel me parece propia de una personalidad que tendía, por lo que cuenta el propio Félix Romeo, al radicalismo y al tormento. En todo caso, ¿se debe concluir de ella la devastadora conclusión que extrajo el suicida? Parece evidente que no, que eso, por suerte, no sucede habitualmente. Saludos cordiales
La segunda pretensión parece más factible.Consistiría en dejarnos subyugar por lo que tenemos cerca .Pero ya se sabe que el mejor enemigo para la felicidad no es el dolor, sino el miedo...
Escribir,sí,sin duda.Gracias
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