21 mayo 2013

Los premios, para los amigos

En 1944, al escritor Ignacio Agustí, miembro del núcleo originario de la revista Destino y de la editorial del mismo nombre, se le ocurrió que sería bueno crear un premio que estimulase la escritura de novelas en castellano. Tuvo que vencer ciertas resistencias, porque no todos los miembros de ese grupo de Destino lo veían claro —Josep Vergés, el gerente y hombre clave en la editorial y en la revista, era un tacaño reconocido—, pero al fin nació el premio Nadal, llamado así en honor de Eugenio Nadal, redactor jefe de la revista muerto aquel mismo año. Agustí redactó en solitario las bases del premio y en agosto la revista lanzó la primera convocatoria, con una dotación de cinco mil pesetas y la fecha en que se haría público el fallo: la noche de Reyes del año siguiente.

Residía entonces en Sitges César González Ruano. El escritor, renombrado sobre todo por su faceta de articulista de prensa, había retornado a la España franquista después de un periplo de diez años por distintos países europeos no exento de episodios muy turbios. González Ruano, que coqueteaba, zalamero, con la gente de Destino porque quería publicar en la prestigiosa revista, se enteró de la convocatoria del premio y comenzó a escribir rápidamente una novela, convencido de que las cinco mil pesetas iban a ser suyas. Es más, comenzó una campaña, poco sutil, de extensión de la especie de que ya era prácticamente seguro su triunfo. Ninguno de los cinco miembros del jurado, cuenta Agustí en sus memorias, le había prometido nada, pero él propaló, incluso entre la gente de Sitges, el rumor de que su novela, escrita a la diabla, y engordada con líneas y más líneas de diálogos banales, contaba ya con el premio. Él tenía una trayectoria conocida detrás, llevaba muchos años escribiendo, su novela transcurría en el mismo Sitges, y la escribía a la vista de todos en un café del pueblo costero. ¿Quién tenía más títulos para alzarse con el galardón?

Los originales fueron llegando a Destino, y el día en que terminaba el plazo llegó el último de los veintiséis recibidos, el de una chica desconocida, Carmen Laforet. Su novela Nada entusiasmó a Agustí y a otros miembros del grupo y decidieron premiarla. Así se proclamó en la cena del seis de enero de 1945, la primera de una historia que llega hasta hoy mismo.

Al día siguiente, Ignacio Agustí pensó que debía cumplir un incómodo trámite: explicar a González Ruano lo sucedido, y los méritos que adornaban a la ganadora, Carmen Laforet. El escritor, como era previsible, los recibió furioso y enseguida lanzó sobre Agustí y Rafael Vázquez Zamora, que lo acompañaba, toda su rabia por haber sido relegado en beneficio de una primeriza, “esa señorita Pastoret o Mistinguet o Espinet”. Debemos, dijo:

estar entrando en la era gloriosa de la féminas que escriben. ¿Y escribe tan gloriosamente esa jovencita para que su obra prevalezca sobre la de autores consagrados, que llevan años rompiéndose los cuernos para escribir libros, que tienen los artículos por millares, con la audiencia de centenares de lectores? Díganme: ¿la obra premiada merece el bofetón público que acaban de darme?

No había argumento que calmase a González Ruano, imposible. Pero su enfado alcanzó el punto culminante cuando Agustí le pidió que antes de seguir bramando leyese la novela de Carmen Laforet. Era, le aseguró, sobresaliente, excepcional. González Ruano explotó:

Pero ¿es que no sabéis que en España, desde tiempo inmemorial, los premios se han dado siempre a los amigos? ¿Es que estamos soñando? ¡Dónde se ha visto que un premio sea para el que nos parezca mejor! Los premios se dan a los amigos, se convocan para los amigos, y así será siempre, afortunadamente. ¡Adónde iríamos a parar! ¿Es que pretendéis cambiar los hábitos del país? ¡Aviados estáis! ¡Pues estaría bueno…!

¿Por qué recuerdo esta historia? Pues porque me ha venido a la cabeza con frecuencia desde que la leí en las memorias de Ignacio Agustí, Ganas de hablar. He participado en varios jurados de premios, casi todos en el ámbito de la provincia, y en ese espacio, donde el conocimiento, el trato y la vigilancia mutua son más estrechos y pegajosos, he encontrado más de una vez enfados como los del escritor madrileño. Y no sólo brotaban, tras la concesión del premio, en concursantes con solera, preteridos por ganadores a los que despreciaban, gentecilla que no podía lucir galones como ellos. Hasta ahí, todo normal. Lo incómodo es que la postura de González Ruano la defendieran en las deliberaciones, con más o menos explicitud, otros miembros del jurado que acudían con su decisión tomada en virtud de similares prejuicios, pactos, compromisos o conveniencias. Sólo les faltaba a esos jurados un detalle: el desparpajo de González Ruano, su carencia desacomplejada de frenos hipócritas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Afortunadamente el talento, en 1945, ahora y mañana, sale a flote con constancia y un pellizco de suerte a pesar de los amigos de sus amigos. ¡Faltaría más!