Año 2007. En la Universidad Pública de Navarra se presenta un libro a los medios de comunicación. Como no estamos en verano —época muy apropiada para estas ruedas de prensa, ya que el vacío informativo y la necesidad de llenar páginas o noticieros incrementan, y mucho, la afluencia de periodistas—, tememos que acudan pocos a la de hoy.
La realidad supera a nuestras expectativas. Corren los minutos, pasa la hora anunciada de inicio del acto, y no ha venido nadie.
Cuando nos hallamos al borde de suspenderlo, aparece una periodista muy joven, sofocada por la prisa, y con cara de no tener ni remota noción del tema del libro o del curriculum del autor. Le han dicho que venga y punto. La prensa local no da para más.
Pero este autor no es de los que se arredran por tan mínima audiencia. Tras dos minutos de introducción del editor, toma la palabra. Desde el primer momento su discurso es claro, denso, repleto de datos y conclusiones.
Sólo que, si no se cuenta a las tres personas que asistimos por estar implicados en la edición del volumen, ya digo que su exposición se dirige a una periodista, una, quien, además de grabar sus palabras, toma notas sin pausa, inundada por el torrente de hechos y juicios que desparrama el autor.
Pasan diez, veinte, cuarenta minutos. El torrente prosigue, vigoroso, rotundo. Mi inquietud crece. La escena va adquiriendo tintes delirantes. La chica, con cara de agotada, sobre el minuto treinta ha dejado de escribir.
Miro al editor, que con un mínimo gesto parece compartir mi nerviosismo, miro al autor e inmediatamente al reloj, por ver si comprende que ya se han sobrepasado todos los límites temporales. Nada: está feliz, habla que te habla, siempre mirando fijamente a la joven.
A los cincuenta minutos, tan fresco y vital, atiende a nuestros gestos y termina. Antes de que invite a la moza a que le formule alguna pregunta, ésta sale disparada, a la carrera. La encerrona ha terminado para ella. Al día siguiente comprobaré que el periódico publica una gacetilla, no más de diez líneas.
El surrealismo que la escena ha ido ganando no me oculta otra dimensión esencial. Y es que el autor ha impartido una soberana lección. Hemos podido disfrutar de una persona enamorada de su objeto de estudio, llena de entusiasmo por lo que ha descubierto y concluido. Se trata de un auténtico maestro, uno de esos profesores que ennoblecen la universidad, un sabio que me hubiera hecho feliz como alumno, uno de los que te forman de verdad.
Hoy, mientras desayuno, leo que ha muerto Antonio Beltrán, grandísimo especialista de nivel mundial sobre Galileo. Él era quien hace seis años vino a Pamplona a presentar un libro extraordinario y monumental, exhaustivo,Talento y poder, que, como reza su subtítulo, historia las relaciones entre Galileo y la iglesia católica. Es uno de los libros más valiosos, sin duda, entre los publicados por la editorial Laetoli, radicada en Pamplona pero abierta al saber sin fronteras.
El filósofo Manuel Cruz, que escribe en El País el emocionado recuerdo del amigo, dice que Antonio Beltrán era una de esas «aves majestuosas que atraviesan la sala en que nos encontramos, derramando sobre nosotros su belleza, su inteligencia y su bondad. Es su luz la que ilumina por completo la estancia. Nos damos cuenta en el momento en el que desaparecen. Entonces todo cuanto había pierde el brillo y color que parecía pertenecerle, y se impone la verdad: la luz se fue con ellas. Quedamos en penumbra, infinitamente más pobres y solos».
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