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16 junio 2013

Maestros

Me aburre y encrespa la discusión, que reaparece cada dos por tres —ahora mismo, con el último libro de Luis Goytisolo—, sobre si la novela ha muerto o está en las últimas, o si es sólo el realismo el que debe ser arrumbado por el viento de la historia, o el argumento el que carece de sentido porque el futuro se halla en el protagonismo lingüístico, en el puro entrechocar de significantes, dado que es preciso a estas alturas olvidarse de los personajes y la trama. Y no digamos la polémica, resucitada cada quincena, que en términos análogos inquiere sobre la muerte del arte, regia cuestión que a veces deriva en, por ejemplo, si la pintura de caballete es hoy absurda y obsoleta y sólo el arte conceptual, o las instalaciones, o el videoarte, o lo que sea, está a la altura de nuestro tiempo.

Estas discusiones, que caricaturizo un poco (pero sólo un poco) son un peñazo, una bonita manera de darle vueltas a un molino que, al menos a mí, me tiene harto. Y un feo procedimiento, en muchos autores o críticos, de camuflar gustos particulares (inclinaciones nacidas a partir de múltiples factores biográficos, temperamentales y de entorno) para que aparezcan como el único canon estético aceptable.

Al juego de establecer edades o periodos en las artes, para acabar dictaminando acerca de lo que está vivo o muerto, en términos implacables y excluyentes, es muy aficionado Félix de Azúa, así que afronté la lectura de Autobiografía de papel con prevención. Pero al libro lo salvan sus muchos fragmentos magníficos, sus fogonazos tan sugerentes, sus paradas en determinados autores, sus pullas brillantes, irónicas, malvadas o crueles sobre libros, autores o momentos en la creación literaria. Y siempre, siempre, su estilo. Uno saca mucho de este libro, aunque deseche o perdone sus implacables juicios sobre lo que hoy tiene sentido o no, sobre lo que merece la pena en la literatura y lo que ya está superado por la historia (regiones inmensas, Azúa dixit).

Un pequeño fragmento, sin embargo, ha disparado por encima del resto mi interés. Dedica Félix de Azúa unas páginas estupendas a explicar el magisterio que Juan Benet ejerció sobre él y otros jóvenes. Benet, el maestro, les «enseñó cosas esenciales para un novelista adolescente». Y enumera unas cuantas, algunas graciosas («con qué gesticulación se debe preparar la primera bebida de la noche», o «cuál es la carretera con menos socavones de la provincia de Madrid»), pero otras más enjundiosas: «cuáles son los ridículos imperdonables en cualquier escritor español y quién los comete con mayor frecuencia», por ejemplo. Porque, aclara, el contenido de la enseñanza verdadera no es «la materia misma del arte —eso se aprende mirando con atención una y otra vez—, sino el modo de ser, la vestimenta, el trato social, la música favorita, el comportamiento, la actitud moral del artista».

Vale decir: un maestro no sólo enseña la materia misma que domina, y con una profundidad y elocuencia que provoca la admiración de sus discípulos. También es capaz de poner en la enseñanza su personalidad entera, su sentido del humor, sus entusiasmos e irritaciones, sus gustos en múltiples terrenos, sus exploraciones por terrenos que tantea hasta que halla la luz y sabe transmitirla fascinando, sus reflexiones sobre el dinero, la comida, la vestimenta, el sexo, el deporte y muchas otras industrias sobre las que tiene opiniones rigurosas, originales, inesperadas, excéntricas, y en todo caso sugerentes y fértiles para los discípulos.

A éstos, a los discípulos, nadie les librará de su esfuerzo individual, cuanto más exigente mejor —esa “materia misma del arte”, o del pensamiento, a la que se refiere Azúa, y que se aprende «mirando con atención una y otra vez», o, dicho de otro modo, estudiando con denuedo—. Pero el saber necesita también del encuentro, del diálogo, de la exploración conjunta en la cual se enseña y se aprende, incluso a veces de maneras oblicuas, mientras se disfruta en compañía. Esos tiempos compartidos en el arte de la conversación en los cuales tanto se puede aprender.

De más está decir que los discípulos, con el tiempo, no siempre compartirán lo que sostiene el maestro. Y que igual llegan a defender lo contrario que él en ciertos puntos. Eso, que incluye el alejamiento, es ley de vida en gente viva. Pero esa distancia, si es que llega, siempre se creará al mismo tiempo que se reconoce todo lo que el maestro regaló, lo que enseñó, sea en contextos formales (dando clase), sea en informales (charlando en una cena o bebiendo o visitando algo que el maestro sabe mirar con una agudeza superior). En todo caso, el maestro siempre será, en el espíritu del discípulo, una referencia insoslayable, un modelo al que se debe mucho.

Yo no tuve maestros en bastantes años de estudio, primero de adolescente con los curas y luego en Magisterio. Pero más tarde, y gracias a la filosofía, disfruté de profesores excepcionales, algo que ya nos acerca a los maestros. Escribí aquí de José Luis Rodríguez Sández, el gran profesor en el COU, y también me he referido más de una vez a los mejores que tuve en Zorroaga, en la Universidad del País Vasco, como el mismo Félix de Azúa, Fernando Savater, Tomás Pollán o Víctor Gómez Pin.

Pero maestros en el sentido mucho más amplio con que evoca Azúa a Juan Benet, con una influencia que va mucho más allá del profesoral, he tenido dos. Uno, Aurelio Arteta, la influencia más sólida, primero profesor pero luego amigo sin dejar de ser nunca una referencia intelectual y moral. Y también he considerado varios años un maestro a Pedro Manterola, con quien, alrededor de una mesa, o con ocasión de sus cuadros, tanto he aprendido y disfrutado. No está nada mal, qué va, he tenido mucha suerte de conocer y tratar a estos dos maestros sobre los que el pudor me impide extenderme todo lo que debería.