19 abril 2013

Con Schopenhauer

Se me pasó el rato, tan ricamente, leyendo una pequeña obra teatral del siempre admirable Fernando Savater, El traspié. Una tarde con Schopenhauer. (Qué pena que su novela del año pasado, Los invitados de la princesa, tuviera escaso eco, con lo entretenida y aguda que era.) El traspié lo recordaba bien de hace años en la televisión pública, cuando era frecuente que se produjeran programas así, nada menos que una breve comedia filosófica. Pero leerla es otra cosa, en particular porque Savater hace un teatro de ideas en el cual, aprovechando en buena medida textos propios del filósofo, despliega ironía y gracia en los diálogos, en las réplicas y contrarréplicas. Brillan los conceptos, los argumentos sobre cómo vivir, los destellos magníficos sobre la fama, la vanidad, las mujeres, el matrimonio, la política o la muerte. Eso sí, es teatro, y por tanto nada de largos parlamentos o de argumentos como conferencias. Todo es ligero, rápido, chispeante, encantador, y el autor se las ingenia para introducir puntos de acción, de juego dramático e incluso de enredo erótico.

Pero comparece en la obra, claro, el pesimismo sin fisuras de Schopenhauer. El itinerario del hombre en este mundo, dice el filósofo, arranca de un traspié, «como si al entrar en la vida hubiésemos dado un paso en falso cuyas fatales consecuencias fuesen haciéndose paulatinamente más y más obvias. Salimos al escenario trompicando, hacemos esfuerzos por conservar el equilibrio, damos bandazos desordenados, nos tambaleamos más y más hasta caer finalmente para no levantarnos». He aquí el resumen de nuestra vida: «hermosa para ser contemplada pero no para ser vivida. El paisaje más bello nos encanta porque lo miramos desde fuera, como un decorado; pero el mundo no es un diorama: cada ser de los que viven en ese paisaje pasa penurias y arrostra esfuerzos, lucha, sufre, envejece y muere».

El traspié me ha parecido un sencillo pero sabroso aperitivo de entrada en la lectura de Schopenhauer, un filósofo que siempre concibió su filosofía como un edificio sólidamente cimentado en su primera gran obra, escrita con menos de treinta años (El mundo como voluntad y representación), pero de quien hoy se lee, al menos en fragmentos, parcialmente, su producción posterior. No creo que, por desgracia, casi nadie, salvo los profesionales del ramo, lea la fundamentación metafísica que está en su obra citada, pero sí mantiene gran vitalidad lo que escribió sobre la ética y, más en concreto, sobre cómo conducirse en la vida –y que para él se hallaba en íntima relación con el basamento contenido en su obra de juventud-.

En ese terreno Schopenhauer es de una fuerza y modernidad sorprendentes. Sus aforismos sobre el arte de saber vivir, y en general los ensayos contenidos en Parerga y Paralipomena, siguen reeditándose sin tregua, y pueden leerse como si estuviesen escritos hoy mismo; incluso toda la publicística de la autoayuda los saquea sin miramientos. Y eso que Schopenhauer es un autor nada blando o complaciente con muchas de las opiniones contemporáneas. Sus juicios son contundentes, su pesimismo sin fisuras, su mirada sobre la mayoría de los humanos feroz y despiadada, su elogio de la soledad y de la autodeterminación personal encendido, y su escepticismo y conservadurismo políticos desacomplejados. Además, Schopenhauer no es que fuera misógino: es que sostuvo siempre ideas sobre la inmutable “naturaleza” de las mujeres que hoy chirrían con estrépito, por decirlo suavemente, y alguna vez aparecen en sus escritos otros datos que son, en fin, hijos de los tópicos de su tiempo, por ejemplo sobre los negros.

Al día siguiente de leer El traspié visité al religioso capuchino del que hablé en la entrada anterior. Y el runrún de la experiencia me hizo sacar del estante Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, un librito sobre las enseñanzas vitales que este sacerdote católico y budista zen ha extraído de la práctica diaria de la meditación a la que se entrega desde hace varios años, una meditación que es para él escuela del silencio, del aprendizaje de la soledad, del autonocimiento y, en suma, del acceso a una nueva manera de vivir y de situarse ante el mundo.

Y resulta que me sorprendieron las relaciones que encontré entre d’Ors y Schopenhauer. El punto de partida de ambos no puede ser más distinto, porque en d’Ors hay dos fundamentos, dos fuentes principales de creencia, el catolicismo y el budismo, mientras que en el filósofo alemán hay, en primer lugar, un sistema filósofico muy articulado, y en todo caso, y en lo que ahora viene a cuento, sólo el budismo tuvo una clara influencia en él. Y no encuentro en absoluto en d’Ors ese pesimismo radical que en Schopenhauer es decisivo. Pero, tal vez por el venero común de la gran filosofía griega, desde Platón hasta el estoicismo, hay elementos esenciales comunes: desde la necesidad de cuidar el silencio (Savater incluye una graciosa diatriba de Schopenhauer contra el ruido, y el empeño de d’Ors no tiene enemigo mayor, desde el título de su libro, que el ruido), hasta elementos mucho más profundos, y en particular la necesidad de fortalecer un núcleo personal que resista cualquier afectación exterior. Las personas no pueden estar a merced de sus propias pasiones o gustos, o de lo que les acontezca en su vida, ni tampoco de lo que hagan o digan o les suceda a los demás.

¿Alcanzó Schopenhauer el éxito en este programa de vida? Esa es otra cuestión, mucho más espinosa y que daría para bastantes más líneas. De hecho, uno de sus primeros biógrafos, William Wallace, escribe, y aquí vuelvo a recordar a Pablo d’Ors, que la devoción del filósofo alemán por Buda «quería significar que sus miradas se dirigían hacia el Nirvana, e indicaba que, en medio de la amargura, falsa gloria y eogísmo a que le llevaban su escesiva sensibilidad, apreciaba una vida interior en el santuario donde, por lo menos, podía anhelar la eterna tranquilidad del sabio, que ‘controlando sus sentidos, tranquilo, desapasionado, preparado para sufrirlo todo, asentado en el éxtasis, contempla dentro de sí mismo al Yo que es intacto, inmortal, y está más allá del temor’. La amable sonrisa en la cara de glorificada renunciación de Buda fue su consuelo contra sus propias aunque arraigadas debilidades».

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