Nos juntamos en una sala de la iglesia más cercana a nuestras casas, un lugar que supongo dedicado habitualmente a cursillos prematrimoniales y amenidades de ese cariz. Hace un frío que pela, y mientras dure la reunión todos permaneceremos con los abrigos puestos, y más de uno con bufanda. La luz, de fluorescentes, es muy justa, en el límite de la escasez, y esparce en el ambiente una precariedad añadida. Con todo, no es mal sitio. De vez en cuando, paseando, sorprendo otras comunidades en las que los vecinos charlan y discuten apostados en el portal, mientras se recuestan incómodos sobre los buzones o la puerta del ascensor o las jardineras, en unas condiciones pronto tan penosas que los asuntos, más que acordarse, se asesinan antes de que todos los asistentes huyan hacia arriba al trote.
Cuando llego, con trece minutos de retraso sobre la hora marcada en la convocatoria, sólo hay dos personas en la antesala, tan pocas que no se atreven a entrar. Así que soy el primero en sentarme, en una silla del fondo y de pasillo, porque así tendré más expedita la salida. En segunda convocatoria alcanzamos la cifra de nueve asistentes. Teniendo en cuenta que somos casi cien los llamados, el número de los presentes revela el impacto de la convocatoria en el ánimo de mis convecinos. Nueve personas vamos a decidir por cien.
He tenido que hacer un gran esfuerzo para obligarme a acudir a esta reunión de la comunidad de vecinos. Más de un año no lo he hecho. Pero es que hay un asunto importante en el orden del día, que afecta a un buen número de vecinos, y sobre el que urge tomar decisiones. Los presentes son los habituales, esos que ya conozco de otros años, y que siempre me sorprenden por su conocimiento detallado, casi exhaustivo, de las incidencias producidas no sólo en su portal, sino también en los de los demás. Entre ellos destaca sobremanera el presidente, un joven amable y listo que parece haber encontrado su misión vital en esta comunidad de propietarios, a la que dedica días y noches, y sobre la que conoce todo: seguros de continente y contenido, facturas, morosos, luces normales y de emergencias, cerraduras, canalones y desciegues, goteras, ascensores, bordillos y papeleras, depósitos y calderas… Nada escapa a su minucioso escrutinio y a su incansable búsqueda de mejores posibilidades y soluciones. Él se queja, aunque salta a la vista que con escasa convicción, de que hay gente que le llama o se presenta en su piso a cualquier hora, porque no hay día en que no surja alguna incidencia con el agua caliente, la temperatura de la calefacción, las bombillas o los jovenzuelos gamberros. Él siempre está ahí, al pie del cañón, y la administradora señala, entre risas y veras, el cordial pero implacable control al que la somete a ella este presidente obsesivamente entregado.
Hoy la reunión discurre con relativa presteza, y en dos horas damos cuenta del orden del día. Pero he conocido, en esta y en otras comunidades, reuniones tediosas, caóticas, desesperantes. Asambleas a las que era imposible encontrarles un orden mínimo, un solo argumento que trascendiese el interés particular más desaforado. Reuniones que han discurrido entre intervenciones soporíferas, alfilerazos, susceptibilidades, abiertos enfrentamientos, argumentos que de egoístas resultaban disparatados, y un progresivo espesamiento que terminaba dando al encuentro una calidad tan borrosa que impedía saber de qué se estaba tratando o qué podíamos votar.
Hay miles de libros sobre la democracia participativa y la democracia representativa. Y muchos también sobre la deliberación en democracia, y las condiciones ideales para esa democracia deliberativa. Recuerdo ahora, por ejemplo, un buen artículo de Félix Ovejero sobre la deliberación en el libro El saber del ciudadano, que coordinó Aurelio Arteta. Pero en ese texto Ovejero comienza hablando de una reunión de escalera, y de las condiciones para que se convierta en un ejercicio auténtico de democracia deliberativa. Uff, no por favor, podía haber elegido otro ejemplo. Yo, cada vez que acudo a una reunión de vecinos crezco en misantropía, y pienso en lo difícil que resulta que nos entendamos en la proximidad, del íntimo disgusto que nos provocan nuestros semejantes en ciertos ambientes, de cuánto podemos hablar sobre el desinterés de millones de personas en los asuntos públicos, y de cómo las reuniones de vecinos son el grado cero de la democracia y la demostración más dolorosa de que la democracia representativa, en cualquier ámbito, tiene presente pero también tiene futuro. Vaya que sí lo tiene.
2 comentarios:
Creo que teneis un presidente al que deberíais ofrecer unas condiciones mejores para desplegar sus energías.Un local en el que no haga frio, algun entusiasta !naturalmente que sí, tienes razón¡ y una discreta asistencia, no tanta que haga ingobernable la reunión, ni tan poca que no parezca representativa. !A un presidente hay que cuidarlo como oro en paño¡, de lo contrario os puede tocar a cada uno por turno y eso puede ser dramático.
Os la estais jugando
El peri
Tienes toda la razón, Peri, en que debemos cuidar a nuestro presidente. Es una joya. Pero, claro, eso mismo refuerza mi convicción de que lo que funciona es la representación, la delegación de poder, mucho más, muchísimo más que la participación directa. Todos estamos encantados de que otro, este joven entregado, haga lo que nosotros no queremos hacer, ni por rotación ni por todos los clavos de cristo. Delegamos en él, y santas pascuas.
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