Sábado de otoño en San Sebastián. Después de Pamplona, es la ciudad donde más tiempo he pasado. Aquí estudié un tiempo, en el alto de Zorroaga, en los gloriosos inicios de la carrera de filosofía en la Universidad del País Vasco, cuando la facultad acogía a un plantel de profesores formidable, una rara conjunción que duró poco. Sobre esa época creo que todavía no se ha escrito lo suficiente. Algunos de los que entonces nos daban clase deberían contar desde dentro cómo fueron aquellos años. En unas aulas que se caían a pedazos, se producía a diario el milagro de la pasión intelectual, de la lección verdaderamente magistral que nos inyectaba una energía en vena. Salíamos y corríamos hacia los libros, hacia un saber que comer con glotonería.
Cuántas veces llovía sin cesar en Donosti y no quedaba otro remedio que hacer dedo al pie de la cuesta, justo donde acaba Anoeta, para que algún compañero con coche nos subiera a la antigua residencia de ancianos. Cruzábamos lodazales antes de acceder a un edifico que se caía a pedazos, unas desvencijadas aulas con goteras de obsceno caudal. Allí Fernando Savater, manos finísimas y anillo de oro, elegante capa y gorra tipo Sherlok Holmes, pero zapatos embarrados hasta el calcetín, se disponía a emprender un moroso y fascinante recorrido por la Ética a Nicómaco. Y Víctor Gómez Pin pensaba en voz alta sobre Kant, hasta que, a lo mejor en la clase siguiente, su discurso, ya perfilado y sólido, se volvería cautivador. Puedo hablar de otros muchos profesores, pero prefiero, para no ser injusto y dejarme a gente muy valiosa, cortar la enumeración.
La ciudad tiene merecida fama por la bahía de la Concha. Pero en aquellos tiempos conocí otro Donosti: Eguía, o Herrera, o Intxaurrondo, barrios donde la ciudad se desliza por la fealdad incluso sórdida. En Pamplona, ya entonces, no había zonas tan desastradas como los que enseñaba San Sebastián en cuanto se salía del circuito turístico.
Entre mis compañeros de clase, el primer día, precisamente en la clase de arranque de Savater, había un tipo que, de pronto, se subió a la tarima y nos habló en euskera, como si aquello fuera el comienzo de una asamblea. No sé qué dijo, porque mi pobre euskera daba y sigue dando para poco y nadie respondió a sus palabras. Era Txelis, José Luis Alvarez Santacristina, y en adelante intervino muchas veces en el aula. Como un líder natural e indiscutido les hablaba de tú a tú a algunos profesores, siempre en euskera, en particular al arrollador Gómez Pin, que tanto ha escrito sobre él después. Hasta marzo del año siguiente su verbo fue omnipresente. Un día dejó de venir y todos entendimos el motivo. Y más tarde lo vimos en los papeles como un jefazo de Eta, antes de que, ya en los noventa, lo expulsaran de la banda y se diera a la religión más desaforada.
Hoy, en este día tan suave y soleado de octubre, en el que sólo el viento norte pone un toque poco veraniego, he vuelto a encontrarme, como el año pasado, con el grupo espontáneo que canta melodías populares vascas por la parte vieja y que el año pasado cité en este blog. No he podido cantar, en el buen rato en que me he unido a la comitiva, los temás que más me gustan, los sentimentales y más melancólicos. Pero incluso en Egun da Santi Mamiña, o en Iturringo arotza lo he hecho con ganas, como siempre que de cantar varios se trata.
Luego paseamos por la parte vieja. No hay una mesa libre en las terrazas. La gente aprovecha el solecillo tan dulce de las dos de la tarde. Encuentro, como en ninguna otra ciudad, y como siempre aquí, muchos perros que parecen abandonados. Perros de pinta desaseada y cara de mucha hambre.
Llegamos al Ganbara. Vamos a comer en el pequeño sótano en el que caben apenas seis mesas. Arriba, en el bar, ocho camareros, que lo justo entran en la barra, pegados unos a otros, atienden a la gente hacinada ante el fastuoso despliegue de pinchos.
La comida del Ganbara es excelente, la compañía mejor, y el precio del cubierto digamos que como muy de San Sebastián. Cuando salimos, bien satisfechos, echando unas risas, una moza cubana o dominicana limpia con amoniaco, rodilla en tierra, la chapa que termina el mostrador junto al suelo, y que la gente ha manchado al poner los zapatos en la barra apoyapiés que sobresale a unos quince centímetros de altura y otros tantos del mostrador.
La tarde discurre limpia, luminosa, pero el viento norte desanima pronto a quienes se atreven a despojarse del jersey en la playa. Aunque, faltaría más, seis o siete mayores se bañan o toman el sol o hacen vigoroso ejercicio, desdeñosos siempre de las inclemencias metereológicas.
Me queda la visita a la librería Lagun. Recuerdo, ya desde antes de Zorroaga, mis estancias en el pequeño local que tenían en la Plaza de la Constitución. Allí compré, en 1979, por cincuenta pesetas, un ejemplar de Recuerdos y reflexiones, las memorias del teórico marxista del arte Ernst Fischer, que un atentando fascista había dejado maltrecho, con la cubierta quemada. Luego, ya se sabe, la librería de los Recalde-Castells-Latierro sufrió los repetidos atentados de las hordas etarras, hasta que el acoso los obligó a emigar a otra zona de la ciudad menos “liberada” por el socialismo nacional. En Lagun siempre estoy bien, entre otros motivos porque mantienen la vocación de librería de fondo, de librería abarrotada no sólo de novedades sino también de títulos aparecidos hace más tiempo, y que Ignacio Latierro tiene perfectamente almacenados en su memoria.
Hoy compro, entre otros, un libro de Karmelo Iribarren, un poeta donostiarra que escribe en castellano y que ha publicado casi todos sus libros en la editorial sevillana Renacimiento. Iribarren es un poeta al que se le entiende todo, tanto que en ocasiones se despeña por un prosaísmo chato. Pero de pronto consigue poemas que me interesan. A la vuelta, ya en casa, después de dejar ya cansados una ciudad que a las siete y media de la tarde tiene todas las calles atestadas, abro el libro y encuentro este, tan representativo de Iribarren, y, ay, tan áspero, en la escuela de la sospecha de los grandes moralistas franceses:
Pobres diablos
Aunque nos cueste admitirlo
cómo nos alegra
comprobar
que aquel viejo colega
—al que no habíamos visto
desde vete a saber cuándo—
tampoco ha llegado
a ningún sitio,
que en el fondo no es más
que un pobre diablo,
como nosotros,
y que el cabrón de él
se alegra de lo mismo.
1 comentario:
Karmelo Iribarren denunciaba hace poco que un poeta no euskaldún tiene poco que hacer en el País Vasco. Y que muchas gracias a Renacimiento.
Me acuerdo de aquel post, los cántitos vascos por donde La Concha, balanceados por los efluvios del alcohol.
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