Gracias a la hospitalidad de los amigos J. y R., cené con unos intelectuales rusos. V. había venido a impartir un seminario en una universidad vasca sobre la situación actual de su país, pero en Moscú es director, dentro de la Academia de Ciencias de Rusia, de un instituto de estudios sobre la Península Ibérica y América Latina –él mismo tiene publicado un libro de más de mil páginas sobre la transición española—. Parecía lógico aprovechar la ocasión para hablar de su país. Así que mientras dábamos cuenta de una exquisita ensalada templada, los navarros nos animamos a despotricar sobre el autócrata Putin, el espía Litvinenko, liquidado por el polonio, y la periodista Anna Politovskaya, asesinada hace unos meses. Vladimir nos escuchó un buen rato, hasta que, con la merluza al horno en la mesa, comenzó a hablar del brutal desmantelamiento del Estado en las épocas de Gorbachov y sobre todo de Yeltsin, la entrega de los recursos públicos a las mafias surgidas de la Nomenklatura (incluida la familia de Yeltsin) a partir de que se desmantelara el Partido Comunista, el caos que se adueñó del enorme país y la consiguiente ruina de millones de personas, sin ningún tipo de estructura estatal que las protegiera ni física ni económicamente. Ahora, aseguró, con Putin Rusia ha recuperado cotas de orden y prosperidad, gracias a un Estado que funciona de nuevo con relativa estabilidad, que garantiza la seguridad, ha reactivado vigorosamente la economía y ofrece algunos servicios sociales a capas cada vez más amplias de la población. Boris Yeltsin, se exaltaban al alimón V. y su mujer T., protagonizó la etapa más terrible. Los invitados rusos se mostraron, en fin, escépticos sobre las versiones extendidas en Occidente relativas a Litvinenko y la Politovskaya, dos personas que en su opinión no podían hacer ningún daño relevante a Putin, por lo cual resulta fantasioso pensar en que éste ordenara su asesinato.
¿Estaban equivocados estos visitantes rusos? ¿Qué plus de credibilidad les otorga, amén de su condición de estudiosos de los fenómenos sociopolíticos, el hecho de vivir allí y conocer de cerca los hechos? ¿Pero es que vivir allí garantiza un conocimiento más ajustado? ¿No hay muchas personas que viven en un lugar —no digamos si sólo lo visitan—, y únicamente ven lo que quieren, lo que sus ideas e intereses previos les incitan a contemplar o construir? ¿No habrá que tomar a V. y su esposa mucho más en serio por su calidad intelectual, su afán de estudiar los hechos con rigor y a través de procedimientos que les proporcionan más información y capacidad de análisis que a la media de la gente? ¿Pero no han caído mil veces los intelectuales, pese a ello, en falacias y mistificaciones sonrojantes?
Desde luego, en muy pocos días leí un ramillete de juicios sobre la Rusia actual, a veces complementarios a los de V. pero en ocasiones opuestos. Por ejemplo, sobre la significación de las muertes de Litvinenko y la Politovskaya, o respecto a la «predisposición hacia el autoritarismo en Rusia» (Alexander Kovakov), la débil presencia de gentes demócratas allí —y de la misma idea de democracia—, aunque al mismo tiempo subsistan libertades personales reales y efectivas (de nuevo Kovakov), o acerca de la inmensa popularidad de Putin, pese a la indudable represión o a la corrupción gigantesca que permite y alienta. Leí también, en Claves, una entrevista más antigua con la asesinada Politovskaya, en diálogo con Flores D’Arcais, hombre de izquierdas, donde la periodista trazaba un diagnóstico muy tenebroso del poder ruso actual, tras mirar especialmente a las brutalidades perpetradas en Chechenia. En fin, ayer mismo oí a Carlos Taibo hablar en una radio sobre Rusia, como tantas veces, y recordé el desdén con que V. se refirió a él, al considerarlo un “periodista” tremendamente condicionado en sus análisis por ideas políticas previas que actúan a modo de velo distorsionador.
Sólo tengo dudas, muchas dudas, y no sé si me las pueden despejar los medios, toda vez que los periódicos o las televisiones son casi siempre el eslabón más débil en la cadena del conocimiento, el más sujeto a errores o simplificaciones o clichés. Recuerdo haber escuchado hace años a Javier Ortiz la reflexión que él se hacía con frecuencia en París en los años sesenta y setenta al leer Le Monde: «Si sobre otros países deslizan en ese periódico los errrores y disparates que me encuentro sobre España, no me puedo fiar de una sola página, al menos de las de información internacional». Y cabe citar asimismo la manera en que muchísimos medios (sin ir más lejos, el New York Times) informan sobre los etarras todavía hoy, o sobre la historia de los vascos, con profusión de errores e interpretaciones de una preocupante indigencia.
Me interesa constatar, yendo más lejos, la enorme dificultad de conocer sólida y rigurosamente cualquier realidad política y social. Este es un desafío que ha generado ríos de tinta en el ámbito de la filosofía y metodología de las llamadas ciencias humanas y sociales (si es que podemos hablar de ciencias sociales, cuestión en la que tampoco hay consenso). Líbreme dios de caer en el escepticismo radical, o en la abstención de cualquier juicio, o de sostener la estupidez de que, visto lo díficil que es conocer con verdad, todas las interpretaciones son igualmente válidas. No, de ninguna manera. Pero uno lee, ve, escucha, y le asalta la perplejidad, y termina la cena con V. con la incómoda sensación de haber soltado tres o cuatro tonterías.
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