17 abril 2007

Prosas apátridas

En abril de 1981 encontré, en uno de mis incontables y minuciosos escrutinios de la pamplonesa librería Auzolan —la primera, la de la calle San Gregorio— un librito que Tusquets había publicado en el 75. Tal vez había ido cogiendo polvo allí desde la apertura de la librería tres años antes, porque su aspecto no era, digamos, muy lozano –hoy es casi imposible que en una librería “normal” conserven un libro tanto tiempo: si no se vende, en tres meses como mucho se devuelve al distribuidor para dejar sitio a otra novedad—. Pero sólo ese día me fijé en él. El ejemplar era además parcialmente defectuoso: tenía un pliego repetido, lo que a primera vista desconcertaba al lector, que encontraba varios textos dos veces y debía reconstruir el puzzle.

Se trataba de la primera edición “mundial” de las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, un autor que no me sonaba absolutamente de nada. Lo ojeé, en cinco minutos me atrapó y lo compré por cuatro perras. Esa misma noche lo devoré, con el deslumbramiento radical y venenoso que nos provocan ciertas ideas y palabras en la juventud —venenoso, me temo, precisamente por la juventud: la lucidez es una condena y un desastre si llega demasiado pronto—.

Aquella primera edición llevaba un magnífico y muy informativo prólogo de José Miguel Oviedo, autor ya entonces del mejor estudio sobre las grandes novelas de Vargas Llosa —las primeras, para entendernos—, y a quien, al correr del tiempo, acabé debiendo también el hallazgo del ensayista colombiano Nicolás Gómez Dávila. El prólogo de Oviedo desapareció en la edición completa de las prosas, que es de 1985, también en Tusquets –la que adquirí en el 81 tenía aproximadamente la mitad de las doscientas prosas de la definitiva, aunque esta, tampoco se piensen, sólo abulta 180 páginas de muy pequeño formato—, tal vez por desavenencias entre el autor y el estudioso, quizás porque Tusquets y Argos Vergara publicaron otros libros de Ribeyro a comienzos de los años ochenta y pensaron que ya no era necesaria la presentación que Oviedo hacía de su compatriota para los lectores no peruanos en el volumen con que yo me había tropezado en Auzolan.

En el prólogo de Oviedo me enteré de que la fortuna editorial de Ribeyro en Lima —donde, pese a vivir en París hacía muchos años, había publicado sus anteriores libros: tres novelas y varios tomitos de cuentos— era desastrosa, y que en las misérrimas ediciones peruanas abundaban las erratas y las páginas bailadas. Vamos, que a Ribeyro y a sus libros no los conocía nadie.

Con el tiempo supe que el peruano, además de una pésima salud que le tuvo en varias ocasiones a punto de la muerte, sobre todo por las dolencias de estómago y su adicción al tabaco, atesoraba pocos pero fervientes admiradores. Y supe, por las Prosas apátridas, pero también después por sus diarios (La tentación del fracaso) y por testimonios escritos de amigos suyos, que sufrió periodos de tremendos apuros económicos, rachas de obligados trabajos de supervivencia y, entreverada siempre con el paso corriente de los días, una aguda sensación de fracaso literario y vital y una melancolía asifixiante (“Pronto 48 años y sigo hablando conmigo mismo, dando vueltas en torno a mi imagen doblegada, roída por el orín del tiempo y la desilusión. Helado, seco, hueco, como una lápida en el más minúsculo cementerio serrano, mi propia lápida”). Al menos los últimos años de su vida, de nuevo en el Perú y roído por el cáncer, alcanzó un progresivo y relativo reconocimiento y una precaria paz interior. Fernando Ampuero, escritor y amigo de Ribeyro, escribió que éste fue, en esos primeros años noventa, un hombre “cálido y elegante como lo fuera en todo momento, pero pletórico de ideas, ávido de aventuras, con las ganas de vivir de un adolescente y dispuesto a celebrar tertulias tres veces por semana en bares, restaurantes o en la agradable terraza de su departamento barranquino mientras la noche avanzaba y la brisa marina nos refrescaba y revolvía el cabello”.

Ahora Seix-Barral ha reeditado en España las Prosas apátridas, y he visto en pocos días muchos comentarios y referencias sobre este pequeño volumen que inauguró, tras los cuentos y las novelas de los cincuenta y sesenta, una etapa editorial de Ribeyro de «preeminencia de lo autobiográfico y lo moralizante» (Sergio Franco). Cuando leí estas prosas yo no conocía a ensayistas y moralistas franceses como Montaigne, La Rochefoucauld, La Bruyere o Chamfort, así que no sabía de dónde venía el peruano en este librito. Pero, ya lo he dicho, mi experiencia lectora fue imborrable, he vuelto a ellas muchas veces, se las he regalado a varios amigos, me han hecho pensar y hablar con algunas almas afines, y hay prosas que han guiado y siguen haciéndolo mi mirada sobre ciertas regiones de la conducta humana. Ribeyro ha sido, por ejemplo como Cioran, un autor que estoy seguro de que me ha hecho daño, y que al mismo tiempo me ha exaltado y alumbrado en muchos momentos. En este conjunto de pequeños textos que, como dice el autor, “no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo”, siendo a la vez todo eso, no sobra nada. En fin, cómo decirlo, lean a Ribeyro, y seguro que más de una vez tendrán ganas después, incluso tras varios años, de abrir el libro por cualquier página y entristecerse con unas líneas.

Me apetece terminar con esta prosa, una de las que enseña la columna vertebral del conjunto: «Nunca he podido comprender el mundo y me iré de él llevándome una imagen confusa. Otros pudieron o creyeron armar el rompecabezas de la realidad y lograron distinguir la figura escondida, pero yo viví entreverado con las piezas dispersas, sin saber dónde colocarlas. Así, vivir habrá sido para mí enfrentarme a un juego cuyas reglas se me escaparon y en consecuencia no haber encontrado la solución del acertijo. Por ello, lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas. La culpa la tiene quizás la naturaleza de mi inteligencia, que es una inteligencia disociadora, ducha en plantearse problemas, pero incapaz de resolverlos. Si alguna certeza adquirí fue que no existen certezas. Lo que es una buena definición del escepticismo».

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo tuve un tomón de los cuentos de Rybeiro. Leí algunos, una especie de realismo mágico que recuerdo que me gustó, pero que quizá no supe valorar en su día. Tomo nota de las 'Prosas'. Gran post.