El otro día vi en mi casa, tan ricamente, Ficción, la última película de Cesc Gay. Hace años me interesó, sin más, la que creo que fue su segunda película, Krampack. Pero la siguiente que dirigió, En la ciudad, la tengo situada en mi pequeño olimpo de películas españolas inolvidables. En ella unos cuantos amigos barceloneses cultos, acomodados y amables charlan en restaurantes, librerías, casas y bares. Sólo el espectador, por gracia de un guión muy bien medido que le anticipa estratégicamente ciertos datos, sabe que, en realidad, la mentira y la ocultación presiden sus relaciones.
Cesc Gay ha declarado recientemente que sus películas «se estructuran sobre personajes que no expresan lo que sienten. Sobre sentimientos que se reprimen ya sea de forma consciente o porque la esencia del personaje sea esa, la contención, el celo a la intimidad de forma absoluta, como un gesto de defensa, de protección de uno mismo». Esto, ciertamente, se puede aplicar a Krampack y Ficción. Pero sólo parcialmente a En la ciudad, película que tiene un tono más sombrío. Como dice un personaje de En picado, la última novela de Nick Hornby, «Nos pasamos tanto tiempo no diciendo lo que deseamos realmente porque sabemos que no podemos conseguirlo. Y porque suena a descortesía, a ingratitud, a deslealtad, a niñería, a banalidad. O porque estamos tan desesperados que fingimos que las cosas están bien, y si nos confesamos a nosotros mismos que no lo están nos da la impresión de cometer un error.» En la película de Cesc Gay hay mucho silencio, y en varias escenas los protagonistas callan los deseos o desdichas que nosotros sí conocemos. Pero también, cuando hablan, simulan ante sus amigos o parejas felicidades inexistentes, o normalidades mentirosas, o estados de placidez que esconden tormentos interiores. La última escena del film es inolvidable: alrededor de una gran paella de cumpleaños, la cuadrilla asiste al amago de explosión de verdad de la anfitriona, una tentativa que, al menos temporalmente, queda neutralizada por la fuerza del ritual amistoso, por frágil o falso que este sea. (Recuerdo haber leído, por cierto, unas declaraciones de Gay hace años en las que contaba cómo las lágrimas repentinas e inexplicadas de una amiga en una comida de un montón de gente fueron el motor de esta historia.)
Ficción es una película aparentemente mucho más sencilla, la historia de dos personas que han dejado por unos días a sus familias en la ciudad y se conocen en lo más alto del Pirineo catalán. Estas personas se atraen intensamente, pero no se atreven a vivir su amor. Dice su director, en la página web de la película, que «En el cine normalmente se contaría la historia del infiel, del que vive una aventura, y en último caso del que rompe la familia. Yo cuento lo no vivido, lo que se reprime, lo que a menudo ni se cuenta. Pienso que eso muchas veces no significa que no se viva con incluso mayor intensidad. Una vez más, son sentimientos íntimos y no compartidos.» El protagonista, que ha subido a la montaña a tratar de cerrar una crisis creativa, se da de bruces con una pasión que choca con su miedo, o tal vez con su sentido de la responsabilidad familiar. Hoy, como dice Gay, y puesto que vivimos un tiempo de exaltación sentimental y de exhortación a seguir en cada momento el camino que nos dicte el corazón, esperaríamos que los personajes tuvieran un lío, o incluso que rompieran con sus lazos familiares para vivir sin trabas el nuevo amor. Pero aquí lo que se nos cuenta es la fuerza de algo que, salvo en pequeña medida en la última escena, permanece sólo en el interior de los amantes, aunque sus miradas posean más de una vez una vehemencia dolorosa. La ficción del título creo que alude al poder de una “historia” que no cambia exteriormente el rumbo vital de unos personajes ubicados en un tiempo y un espacio “ficticio” por excepcional, pero sí los golpea con la violencia con que suelen hacerlo las buenas ficciones. El protagonista, el maravilloso Eduard Fernández, habla muy poco, pero revela mucho cuando es incapaz de dormir, o le invade la furia de cocinar, cortar madera o lavar el coche, o desvía el rostro en un bar ante el pánico a terminar sucumbiendo a su deseo. ¿Hace bien conteniéndose y ciñendo el relato amoroso únicamente al territorio de la ficción, de lo “no real”? ¿El miedo o la responsabilidad no acabarán pasándoles una abultada factura de infelicidad?
Cesc Gay filma espléndidamente la sugerencia, los gestos, las miradas, la tensión que apenas sin palabras inunda a los personajes, las acciones banales que van dibujándolos. En La noche se mueve, de Arthur Penn, el protagonista apunta con desdén que en las películas de Eric Rohmer, quintaesencia del cine europeo, ves crecer la hierba. Pues no sé qué diría si viera Ficción. Peor para él. Yo al menos he podido aquí, y con pasión, ver crecer la hierba de una historia que, con poca acción, sólo a través de detalles, transmite, como dice el propio Gay, más que una conclusión, «un estado de de ánimo».
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