Siempre que puedo veo Big Bang Theory, la serie norteamericana que repite sin cesar Neox, tres episodios cada tarde. Big Bang tiene éxito en muchos países pero aquí congrega, creo, un reducido núcleo de seguidores incondicionales.
La fuerza de esta serie radica en la personalidad de los cuatro jóvenes científicos que la protagonizan, y en los conflictos y malentendidos con la llamada “gente normal”que su forma de ser provoca. Estos físicos e ingenieros poseen un cociente intelectual portentoso, son profesionalmente muy brillantes y precoces. Pero unas madres feroces, dominantes, los han marcado a hierro y fuego, y sea por eso, sea porque su infancia y juventud han estado volcadas en el estudio y nada en los juegos y afanes de la edad temprana, lo cierto es que estos genios veinteañeros almacenan una notable cantidad de neurosis, manías, inseguridades y torpezas sociales. Vamos, que son unos frikis de tomo y lomo. Su comportamiento es patoso en casi todos los ámbitos, sus aproximaciones a las mujeres tiran a desastrosas, y el infantilismo y la pusilanimidad de sus reacciones asoman cada dos por tres, sea entre ellos, sea cuando topan con cualquier ajeno al claustro universitario. Así que no es extraño que se refugien en un pequeño elenco de aficiones compartidas que conducen al límite de la adicción: los ordenadores, los comics, las películas de la Guerra de las Galaxias y Star Trek, los juegos basados en su pasión por los superhéroes y lo fantástico, cosas así. En esos terrenos son imbatibles. Pero fuera de semejante ámbito, seguro y acogedor, y donde se encuentran con otros raros como ellos, tienden al ridículo y al patetismo.
El personaje mejor trazado e hilarante es el más peculiar de los cuatro, Sheldon Cooper, quien, a diferencia de sus amigos, que sufren por su impericia social y sus fracasos con las mujeres, exhibe con jactancia no sólo su precoz genialidad, sino también el amplísimo catálogo de rutinas inflexibles, fobias y aficiones que tanto le singularizan. Sheldon es un raro irrecuperable, siempre veloz en el desplante y la insolencia ante cualquiera, un pitagorín muy poco dispuesto a pactar con la mediocridad y estulticia que encuentra a cada paso, un asexual que abomina del contacto físico, pelma hasta la asfixia cuando le interesa, impertinente, mandón e incluso odioso. Pero también, en ciertos momentos, un niño asustado y mimoso que reclama que le canten cancioncillas de su infancia mientras afloran los traumas que marcaron su vida familiar y las burlas y humillaciones que sufrió al ser estigmatizado por sus compañeros escolares, nada impresionados (o impresionados muy negativamente) ante su deslumbrante inteligencia.
Hablamos de una serie cómica, y que por tanto se mueve en la exageración caricaturesca. Una serie con episodios muy divertidos, en los cuales la gracia surge del chispazo constante que provoca el enfrentamiento de los científicos con la realidad, representada con frecuencia por su vecina Penny, una camarera de Nebraska que alucina con ellos a cada instante. Y también estalla el conflicto cuando se enfrentan entre sí los egos de esta panda de genios emocionalmente minusválidos. Pero contando, insisto, con que la serie respeta las convenciones de la comedia de situación, y que por tanto no tiene vocación “realista”, cuando me río con Big Bang no puedo dejar de recordar a unos cuantos profesores (y profesoras, vaya que sí) que conocí en los años que trabajé en una universidad. No digo que todos los docentes e investigadores fueran así, por supuesto, pero me acuerdo de gente a veces muy competente en su área, pero macilenta y solitaria, de mirada huidiza o, en ocasiones, agresivamente clasista (el modo en que te trataban revelaba su conciencia de casta superior, además de que disfrutaban, como Sheldon, remarcando que ellos eran doctores, gente especial). Profesores escondidos en sus despachos o laboratorios hasta altas horas, o comiendo solos cualquier cosa, gente terriblemente sosa, mal equipada para la alegría, el sentido del humor y la naturalidad. Hombres y mujeres que, más allá de su especialidad, en su trato eran setas, aburridos, muy aburridos.
Y sin embargo, y pese a que hablemos de personas que se alejan de lo común, hay algo que no quiero olvidar. Veo Big Bang Theory y me río mucho cuando los “normales” se quedan estupefactos con las cosas que dicen o hacen estos frikis. No los entienden, sus razonamientos y propuestas les parecen incomprensibles, absurdos. Pero es que en los “normales” de la serie reconozco la banalidad sofocante de nuestra vida cotidiana. Por lo menos estos científicos tienen una pasión superior, un genuino amor por el saber, su mente funciona con potencia en asuntos de mucha mayor hondura que los habituales en la vida social, y les cuesta una barbaridad someterse a las convenciones que imponen los “normales”. Son raros, y a veces insoportables, pero geniales. Y lo son en problemas y soluciones que no tienen nada que ver con las naderías en las que tantas veces los “normales” matamos nuestras neuronas. Estos frikis se desenvuelven mal en el mundo corriente, pero de su mente salen constantemente chispazos de vigor intelectual, arrebatos fulgurantes, puntos de vista y asociaciones mentales que les elevan sobre la grisura en que vivimos la inmensa mayoría.
“Cuando el apelativo de “normal” sirve para enaltecer a alguien, en lugar de para ignorarlo o incluso denigrarlo, proclamamos la uniformidad y la semejanza como máximas virtudes. Lo sepamos o no, celebramos la mediocridad como ideal, es decir, hacemos de la carencia de valor el valor más venerado. Y, al contrario, reservamos nuestra reprobación, más aún que para lo bajo, para lo que se distingue y se sale de la regla por arriba. Que nadie destaque, que nadie sobresalga, todos hemos de ser iguales: tales son los lemas normales del hombre normal. Su campaña, la guerra contra la diferencia y sobre todo contra la excelencia. Por haber malentendido la democracia, se confunde la debida igualdad de derechos con la impensable igualdad de capacidades. Por alejarse de la odiosa competitividad mercantil, se reniega tanto de la competición o emulación necesaria entre las destrezas humanas como del individuo competente. Todo lo raro, o sea, lo escaso y valioso, recibe enseguida un signo de interrogación y dispara la sospecha del individuo normal. La ética queda así literalmente puesta del revés”. (Aurelio Arteta. Tantos tontos tópicos)
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