El viernes bajé a Huarte. Teníamos que decidir los ganadores de un concurso literario para jóvenes. Aunque en estos negociados de la literatura soy un don nadie, me ha tocado, desde hace años, participar en el jurado de unos cuantos certámenes, envalentonado por mi pasión lectora. Es una experiencia la mía, en todo caso, que no alcanza ni de lejos la de otros que han formado parte de cientos de jurados –eso por no hablar de quienes, profesionales del asunto, casi se han mantenido en algunas épocas de su vida con lo que pagan en estos menesteres en los concursos de mayor dotación municipal o provincial; así vivió años, por ejemplo, el gran poeta José Hierro-.
El otro día nos llevó su tiempo alcanzar un acuerdo. Ningún texto nos enamoraba perdidamente. A todos les veíamos fallos, desequilibrios, caídas, flojeras, y se trataba por ello de inclinarse por el relato o poemario al que más puntos de valor o promesas le encontrara la mayoría. La discusión fue viva, y se resolvió en un consenso trabajado y cordial. Lo que teníamos claro es que no debíamos dejar desiertos los premios, porque, con la que está cayendo social y culturalmente (toneladas de trivialización, estupidez social, dispersión de la mirada entre mil pantallas y entronización de unos modelos que cantan a la vida “intensa” y “activa”), hay algo grande, muy hermoso, en el empeño literario de estos jóvenes, por imperfectos que sean sus resultados.
La organización había invitado después, para que charlara con los jóvenes escritores, a Manuel Vilas, autor de varios libros de poesía y narrativa. Hacía frío en el Centro de Arte Contemporáneo, y la sala en que Vilas hablaba no se caldeó hasta que estábamos a punto de irnos. Es difícil además animarse cuando la asistencia es tan mínima como fue la de este viernes, y eso creo que nos afectaba a todos al comienzo de su charla; al escritor, lento y un tanto desganado, y a los que le escuchábamos. Pero Vilas es un poeta formidable, y cuando se arrancó con la lectura comentada de varios de sus poemas, olvidamos los pequeños detalles y la temperatura emocional subió bruscamente.
Fue una pena que tan pocos escritores jóvenes acudieran a disfrutar con Vilas. Los autores inexpertos (¡no sólo jóvenes!) suelen caer en sus textos en la oscuridad, en ocasiones en el hermetismo, y en una suerte de transcendentalismo altisonante -y eso cuando no se deslizan por un sentimentalismo blandito y ternurista-. Muchas veces lees poemas o relatos de escritores poco hechos y, amén de encontrarte con inflación de vocablos supuestamente “poéticos” (crepúsculo, tornasolado, desgarrado, tenue, cosas así), en un esfuerzo demasiado visible de que lo escrito suene “literario”, no sabes a qué carta quedarte, no aciertas a detectar muy bien qué experiencia, o emoción, o idea, anida detrás de tantas palabras “nobles”. Es cierto que el lenguaje podría ser, y lo es en grandes escritores, el protagonista esencial de su esfuerzo. Pero no es esa la intención explícita de la mayoría de los inexpertos. En ellos el lenguaje resulta, simplemente, abstracto, vago. Falta visibilidad, que dirían los buenos manuales de escritura literaria, falta esa riqueza de detalles, de acciones, que modela un texto vivo y potente.
Escuchar a Manuel Vilas les hubiera venido muy bien a quienes se mueven en esa nebulosa “literaria”. Su poesía, sin ir más lejos, representa todo lo contrario. En ella hay ironía, a veces un feroz humor negro, y más de un poema es “realista”, dicho sea para entendernos rápidamente. Es decir, hay detalles cotidianos, aparecen calles y barrios de Zaragoza o de Barbastro, hay poemas que parecen incluso pequeños relatos de experiencias corrientes (comer en un MacDonalds rodeado de gente pobre, hacer un viaje en coche por el puro placer de conducir, tomar sustancias legales e ilegales y narrar los efectos, sufrir en la mili, nadar, manejar cantidades de dinero muy precisas). Pero el realismo de Vilas es muy complejo, muy poco tradicional. Tal vez puede definirse, escribió Vicente Luis Mora, como un “realismo expresionista”, que en medio de detalles figurativos incorpora de pronto imágenes alucinadas, visiones fulgurantes, metáforas que sorprenden, que transportan la experiencia y el poema a otra dimensión. Y hay, entre otras muchas cosas, un uso muy inteligente de la autoficción, ese recurso tan moderno. Un tal “Manuel Vilas”, que vete a saber quién es, y que no está claro qué relación mantiene con el escritor nacido en Barbastro, aparece con frecuencia en sus poemas, y es el protagonista de aventuras que dejan al lector fascinado, divertido y un punto confuso.
Me apetece terminar esta nota con uno de los poemas más conocidos de Manuel Vilas, una elegía a su coche muerto, un vehículo que, tras muchos kilómetros de servicio al autor, falleció por un mal incurable en la junta de la culata. ¿Elegías al amor ausente, al amigo del alma? Pues no, en estos tiempos posmodernos, descreídos, irónicos, ¿por qué no a un ser tan presente en nuestras vidas como un coche? ¿Y por qué no entablar un diálogo con ese coche, que nos conoce tan bien y nos interpela?
HU-4091-L
Adiós, hermano mío, la grúa fúnebre te conduce
al infierno del desguace.
Majestuoso, vas hacia la destrucción subido
en una grúa roja,
como si fueses Luis XVI camino de la guillotina,
y yo detrás.
Pareces un rey.
Soy el único que ha venido a tu entierro.
Te he querido.
Rezo por ti un padrenuestro y un avemaría.
Rezo por ti y me conmuevo.
Eras el mejor.
Y lo que vivimos juntos, y las ciudades que pisamos,
y las carreteras secundarias y los pueblos
y los mares que vimos,
y los párquings subterráneos y los túneles helados
de las carreteras de montaña, con afiladas
estalactitas a la entrada,
amenazando nuestra milagrosa inocencia,
y los mendigos en las avenidas,
pidiendo en los semáforos en rojo,
y lo que nos amamos en la oscuridad de las autopistas,
fundidos en un solo ser: confundida tu carne con mi chapa.
Me salvaste de la lluvia ácida y de la nieve sin ángeles.
Con tu aire acondicionado, que está intacto
después de doce años, impediste
que me quemara vivo en los veranos españoles.
Ese aire frío que me subía por la pierna, ay.
Y eras blanco,
porque la santidad y el amor industrial y la velocidad son blancos.
Y cómo me gustaba tocarte las marchas,
y cómo te ponía la quinta, eh, y qué caña te metías,
narciso, que eras un narciso.
Y ahora todo ha acabado.
Doscientos sesenta y ocho mil kilómetros hemos estado juntos.
Fuimos felices.
Fuimos grandes y definitivos.
Te doy un beso delante del chatarrero
y de un negro
que lleva un chorreante radiador en una mano.
Te he amado más que a mis amantes,
más que a mi perro;
casi tanto, pero no tanto, eh, como al dinero.
Bueno, no te enfades,
tú también fuiste dinero,
y aún lo eres,
y yo también soy dinero.
Perdona que te humille haciendo recaer
sobre tu hermosa tapicería,
sobre tus ruedas, manguitos
y válvulas que han gloriosamente ardido,
la miseria de España:
el plan Prever, 400 euros sociales
(¿os molesta que hable de dinero o de tan poco dinero?),
para la clase media,
que ama la limosna.
Tú, que fuiste mi libertad, que me llevaste cerca del paraíso;
tú, que me hablabas por las noches y me decías
“hermano, qué bien conduces; hermano,
eres el mejor de los hombres”.
1 comentario:
Poemas así, para mí son un descubrimiento. Alguien que hace un elogio de su coche (no de su marca)me invita a leer sus cosas porque creo que van a ser también las mias.
Voy a por él.
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