29 mayo 2007

La calidad de unas columnas

El viernes comienza en Pamplona la Feria del Libro, y en ella, y supongo que también en cualquier librería, podrá adquirirse a un muy módico precio Rascacielos, libro editado por el Ayuntamiento de Pamplona que recopila columnas de prensa y otros escritos de Pedro Charro Ayestarán. Lo que sigue es la presentación que preparé para esa gavilla de textos. Advierto únicamente que, si bien Pedro es buen amigo, estoy seguro de no haberme dejado ofuscar por la philía a la hora de redactar.

«Hace casi veinte años, mucho antes de conocer personalmente a Pedro Charro, yo mantenía con él ya ese trato especial, pero con frecuencia de una rara intensidad, que otorga la lectura de escritos de alguien que sentimos poderosamente afín. Y es que este libro, Rascacielos, recopila columnas aparecidas los lunes del último año y pico en el Diario de Navarra –y algunos textos del blog que Pedro alimenta, ay, irregularmente—. Pero cuando entonces, que diría Onetti, Pedro publicaba artículos en el fallecido Navarra hoy que, por el tono y los asuntos que abordaban, yo leía con fruición, hasta el punto de que a más de uno, por ejemplo de los que comentaban o partían de libros que él y yo conocimos en ese tiempo, le rendí el homenaje particular que los enfermos del papel prensa no era extraño que tributáramos en las épocas previas al fabuloso archivo que es internet: recortarlo y guardarlo allí donde más lógico me parecía, entre las páginas del libro en cuestión.

Sin embargo, entre aquellos artículos de juventud y las columnas que el lector encontrará en Rascacielos hay, por fortuna, visibles diferencias. Escribir, según el gran Julio Ramón Ribeyro, «más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva y caótica». Pero tal ejercicio de aprehensión, ese «escrutar en nosotros mismos y en el mundo con un instrumento mucho más riguroso que el pensamiento invisible», cada escritor lo efectúa a su manera, con un determinado tono y ritmo, con un modo específico de manipular el fondo común de las palabras. Esta manera se forja en una práctica por lo general larga, exigente y difícil. Pues bien, en un libro que Pedro publicó el pasado año, Dos centavos —un diario personal dentro del cual integraba con naturalidad algunas de las columnas escritas en 2004—, hay un momento en que registra con júbilo el hallazgo de su propio estilo en la escritura, el que mejor se ajusta a sus aspiraciones. Una columna de igual título que el libro, Dos centavos, marca en cierto modo un antes y un después. Escribe Pedro sobre ella que «siento la extraña sensación de haber llegado al final, es decir, al principio. Que algo ha cristalizado, se ha precipitado; que, sin pensarlo, he aprendido a escribir de otra forma, (...) he encontrado un cierto estilo. (...) Todo camino lleva a alcanzar mayor ligereza, a desprenderse de peso, a hacerse más desenvuelto, a mostrarse natural, a parecer fácil. Debería dar saltos de alegría si no tuviera este pánico a perder de pronto el don».Y aquí retomamos la nota de Ribeyro. No estoy convencido de que Pedro haya dejado, merced a la escritura, de ver la realidad en forma «incompleta, velada, fugitiva y caótica». Más bien creo que esta se le sigue resistiendo cada dos por tres, y que su estrategia ha sido la de adecuar su escritura a esa rebelión. Lo real es, más si se coge tan al vuelo como exigen los periódicos, demasiado complejo y multiforme como para encerrarlo en esquemas teóricos perfectos, en la gran explicación en que creíamos de jóvenes; de ahí que su escritura guste de la aproximación fragmentaria, más sugestiva que sistemática. La columna de prensa resulta, escrita así, un género que le va como anillo al dedo porque le autoriza a mostrar más que a demostrar, apuntar y no sentenciar. Le permite un estilo depurado con el que decir mucho cada vez con menos, un modo narrativo o ensayístico en el que la sugerencia es más potente que la explicitud. Como señaló Bela Bartok, y tomo la cita del propio Charro, «cuanto más madura uno, más experimenta la necesidad de proceder por medios económicos, de expresarse más simplemente».

Claro que otros columnistas edifican, dentro de las pocas líneas que el género impone, mínimos tratados, escritos feroces y combativos inspirados, en los casos más nobles, por la indignación que los males del mundo provocan, y en los menos por «la paz del más absoluto dogmatismo», por la aplicación de recetas que siempre, milagro, acaban explicando todo con mecánica sencillez —y ello aunque se den casos donde la calidad de la escritura, o su eficacia expeditiva, resultan indiscutibles—. Pedro Charro, desde luego, va por otro lado. Lo suyo, lo comprobará el lector, son con frecuencia apuntes enlazados casi por asociación azarosa, por recuerdo involuntario, por libre evocación. Una noticia política casa sin estridencias con un episodio de la infancia recuperada, las declaraciones rabiosas de una parlamentaria son tamizadas por el solecillo que acaricia la nuez de quien las escucha, la desolación causada por la muerte de un ser querido reaviva el fastidio por el extravío de unas gafas de sol que permitan llorar con pudor, y el asombro ante una incógnita vital dolorosa puede amortiguarse, menos mal, con el majestuoso espectáculo de unas anchoas rebozadas. Esta manera de relacionar no tiene nada de arbitraria o absurda. Porque, como señala el propio Pedro, y volveremos enseguida a ello, nada es más importante, en el devenir de nuestras vidas concretas y singulares, que las pequeñas trivialidades, lo más ordinario, los minúsculos placeres, las sensaciones elementales.

El empeño en sugerir sin gritar, y en atender a lo particular, engasta a la perfección con la vocación literaria de Pedro, quien compone bastantes de sus columnas, sin querer queriendo, como pequeñas piezas narrativas, microrrelatos que guardan el margen de sutil resonancia, y de equilibrio entre lo dicho y lo callado, que la buena literatura desprende a su paso. Vemos que frente a nosotros hay un escritor, alguien capaz de apreciables y galardonados cuentos, que se ha atrevido prometedoramente con el teatro y que, con seguridad, nos regalará a su debido tiempo una estupenda novela. Los textos del blog, por ejemplo, son casi todos escuetos pero potentes relatos.

Pedro no vocifera ni dogmatiza en sus columnas. Al contrario, atiende con frecuencia, ya lo he dicho, a un amplio catálogo de perplejidades, el cual no cesa de aumentar, porque el mundo cambia y muchos días lo sentimos demasiado complejo, confuso e incierto. Así que el articulista posa su mirada cada semana en la realidad y observa con sentimientos encontrados fenómenos, sin ir más lejos, como la globalización imparable, o los avances técnicos que están modificando nuestras relaciones personales o la misma idea de la inteligencia —cabe que esos avances, sospecha Pedro con Vicente Verdú, entronicen en los niños y en muchos adultos una «continua atención parcial», o sea, un déficit de atención—. Observa el columnista, por otra parte, la masiva llegada de inmigrantes, la cual nos obligará, no sin conflictos, a enfrentarnos a situaciones inéditas, y también al racismo larvado o abierto que comienza a manifestarse. Tampoco acaba de estar claro, en la mente y el corazón de Pedro, y me atrevo a decir que en los de casi nadie, algo en lo que sin embargo nos va muchísimo, nada menos que el camino hacia la felicidad —si es que tal aspiración no es absurda e irrealizable—, o el interrogante de si alguna vez nos atreveremos, como más de un día deseamos, a cambiar radicalmente de vida, coger el portante y huir para empezar de nuevo (pero ¿hay que hacerlo? ¿No cargaríamos en el viaje con el miedo y la culpa, y sobre todo con el lastre más pesado, nosotros mismos?).

Muchas dudas, muchas incógnitas. Pero al mismo tiempo hay un puñado de cosas que Pedro, que dista mucho de ser un escéptico radical, tiene claras y que saltan aquí y allá. La lectura ordenada y seguida de esta colección de columnas me ha ayudado, como seguro que lo hará a cualquier lector del libro, a encontrar hilos que vertebran las vacilaciones y oscuridades, pero también las certidumbres. Al fondo siempre está la reivindicación del individuo, de sus derechos, de su mayoría de edad, y por tanto la crítica implacable de los totalitarismos y los paternalismos que ahogan su libertad y responsabilidad («Nadie se toma en serio la libertad del individuo, incluido muchas veces el propio individuo, y así la autoridad siempre está dispuesta a llenar este vacío y decirnos lo que nos conviene, no sea que no caigamos en ello»). En esta misma dirección, es lógico que Pedro levante, a media voz, la hermosa enseña del humanismo en su texto sobre las memorias de Sandor Marai, el cual «se puede resumir en la idea de que el hombre es la medida de todas las cosas, (lo) que no puede pasarse por alto a la hora de llevar a cabo proyectos y acciones, supuestamente en su beneficio, sedicentemente en pro de su liberación (...) No me liberen, por favor, podría ser un clamor que recorre la historia». En coherencia con esta certeza, Pedro ya se inclinaba en Dos centavos hacia lo mejor del inagotable y poliédrico liberalismo: «Ponerse de parte del individuo y de la libertad conduce con el tiempo a abandonar la izquierda y colocarse en un liberalismo más o menos radical, en un posibilismo lúcido y un poquito desencantado».

El lecto va a encontrar en el libro más proclamaciones y críticas. Me resulta imposible no dejar constancia de una fundamental: su denostación del nacionalismo (“ha ganado la batalla y se le consiente todo, aunque cometa los mismos errores que el peor oscurantismo del pasado. Debe ser para compensar. La verdad es que donde lo identitario avanza imparable, el ciudadano sale por la puerta de atrás”) y de la catástrofe del terrorismo. Frente a éste Pedro abandona cualquier tono dubitativo o ambiguo, aunque sepa abordarlo con un tono muy medido en columnas como, escojo una, la titulada Líquido. Claro que la historia del terrorismo no hubiera sido la misma sin la comprensión o el consentimiento activo o pasivo de tantas gentes. Pedro se atrevió a sentenciar en Dos centavos que «esta historia hedionda (la de la indiferencia y el desprecio ante el sufrimiento provocado por el terrorismo nacionalista vasco), esta realidad que no quisimos ver, esto que clama desde entonces es, quizás, el acontecimiento central de todos estos años».

Hay más, mucho más, y por suerte más ligero, incluso irónico, y sobre muy diversas cuestiones, en este Rascacielos. Pero creo que es hora de que me calle para que ustedes pasen y vean. La cultura, ha escrito Gabriel Zaid, es conversación. Escribir —lo que ha hecho Pedro—, leer –lo que les animo a hacer a ustedes—, pueden ser, entre otros, procedimientos para echar «leña al fuego de esa conversación, formas de animarla». Como he contado al comienzo, yo conversaba con Pedro sin conocerle cuando leía en tiempos sus artículos. Ahora, este libro arroja leña al fuego de la conversación que seguimos manteniendo, enriquecerá la charla que muchos lectores más o menos apresurados ya tuvieron con él cuando paladearon sus columnas en el periódico, y a quienes no las conocían les permitirá entablar un diálogo que, con su reunión en Rascacielos, gana además en hondura y gracia. Lo que Pedro Charro aporta a la conversación da juego, no me cabe duda».

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Querido Ricardo: en efecto, veo que no te has dejado ofuscar por la amistad que te une a Pedro, sino que la mirada cercana te ha proporcionado soltura y ha dirigido esa escritura magnifica, cuidada, que nos lleva suavemente a bellas sugerencias y certeros análisis a los que nos tienes acostumbrados.
Sabes que leo asiduamente tu blog y el blog de Pedro. Vuestras columnas, de calidad siempre, nos nutren,nos ilusionan, nos invitan a entrar en diálogo aunque no nos veamos. Enhorabuena!
C.G.

Anónimo dijo...

Soy un amigo de Pedro desde hace años. Nunca me expliqué por que con esa escritura tan agradable que tiene, en el Diario lo castigaban al lunes. Los lunes no compro el periódico porque sólo trae noticias de deportes y de acontecimientos lúdico-folklorico-gastronómicos. Para mí no serán relecturas sino lecturas nuevas.