Hace tiempo trabajé como asesor de un político. Fue sólo un año, pero me pareció que habían transcurrido décadas, repletas además de jornadas laborales de doce o catorce horas. Es un desempeño de límites imprecisos, en el que los cometidos se perfilan al albur de las necesidades del jefe. Redactas sus discursos o sus intervenciones parlamentarias, escribes prólogos de libros o catálogos, o artículos de opinión, textos que firmará él, o bien informes reservados sobre asuntos pendientes o problemones que surgen de pronto; le organizas asimismo algunos viajes, con programa de encuentros, encaje de bolillos protocolario y hasta reserva de restaurantes; eres el intermediario con otros jefes menores que te transmiten sus quejas o a los que hay que hacer entender lo que el mandamás desea; gestionas peticiones, enchufes o reclamaciones de gente de lo más variopinta; te conviertes en interlocutor especial de ciertos periodistas, para los que a veces ejerces como garganta profunda; llamas a personas con quienes hay pendencias, por lo que es conveniente negociar, pero que el jefe no quiere ni ver... No sé, por ahí van las cosas. Aunque es cierto que el elenco de cometidos se amplía en ciertas personas en curiosas direcciones. Conocí asesores que exhibían cualificaciones más resultonas, del género amigotes de timba o karaoke en las noches del político, o títulos poco universitarios, del estilo correosos secuaces a la hora de ingerir espirituosos de más de cuarenta grados, o expertos en peinados o en nudos de corbata. En general, el asesor es también alguien con quien el jefe se desprende de la máscara oficial, cambia de registro verbal hacia zonas más populares de la lengua y da rienda suelta a su ironía, sarcasmo o furia con adversarios, alcaldes y concejales, subordinados y correligionarios (ya dijo Andreotti que en la vida hay tres clases de personas: los amigos, los enemigos y los compañeros de partido).
Aprendí mucho, y la experiencia espoleó mi reflexión sobre las formas concretas que adopta el ejercicio del poder, aun en un ámbito modesto. Me ayudó a pensar, por ejemplo, en la distancia que media entre las palabras públicas y las privadas, o en la dificultad de calibrar las situaciones en su verdadera complejidad, o en el instinto que es preciso desarrollar para saber cuándo y cómo actuar frente a un determinado problema, e incluso en cómo retroceder ante las resistencias a un proyecto, o en la manera en que hay que medir los tiempos y prever las reacciones de los actores políticos y sociales. Creció entonces mi pasión no sólo por el estudio de los grandes pensadores del arte de lo posible –Maquiavelo siempre al fondo-, sino también, más humildemente, por las películas o series o libros que muestran la relación entre los dirigentes y sus asesores, sean estos jefes de gabinete o de prensa, expertos en comunicación o como quiera llamárseles.
En el caso de los libros, es sabido que los propios políticos, cuando se embarcan en la tarea de rememorar su andadura, se deslizan muchas veces hacia el repertorio de justificaciones y autoalabanzas –hay excepciones excelsas, faltaría más; me viene a la cabeza un modelo en castellano, la potencia descriptiva y reflexiva de Azaña-. En cambio, el testimonio de quien ha permanecido a su lado suele aportar una mirada más objetiva, más descarnada o cruda de las costumbres, elecciones, justificaciones o miserias del que manda. Franco, sin ir más lejos, hubiera perpetrado unas memorias autocomplacientes y bien trufadas de las obsesiones que anidaban en su pequeña alma, y por tanto a la medida de su estatura moral (no hay más que ver su guión de la película Raza, festín para cualquier psicoanalista). Su primo, Franco Salgado-Araujo, registró sin embargo un arsenal de datos que ayudan a entender más ricamente lo terrible y grotesco del tipejo de Ferrol y el tiempo que protagonizó.
Viajando con ZP, un libro de Javier Valenzuela (editorial Debate) recién editado y sobre el que me abalancé, decepciona profundamente. Valenzuela fue durante veinte meses el jefe de prensa de Rodríguez Zapatero para las relaciones internaciones. Le acompañó en ese periodo en sus más de cincuenta viajes a distintos países, asistió a casi todas las entrevistas oficiales de Zapatero con mandatarios de todo el mundo, le asesoró y fue una suerte de portavoz en su área, al tiempo que le organizaba los encuentros con periodistas de medios extranjeros que visitaban la Moncloa. Estuvo por tanto en situación de hablar muchas veces con el presidente, sus ministros y otros colegas asesores, de vivir los intríngulis de sus reacciones y decisiones. Y le tocó escuchar, no cabe duda, reflexiones y anécdotas que podrían regalarnos claves para entender mejor a los políticos que tuvo próximos, empezando por el propio protagonista del libro.
Casi nada de eso asoma en el volumen. Valenzuela anuncia al comienzo que se ha guardado información. Ya se nota, ya. El Zapatero del libro, esa marca ZP que actúa como reclamo en el título, sólo comparece aquí en el escenario, nunca en las bambalinas. El autor dice que “el presidente del gobierno español es mejor en privado que en público, donde cierta timidez parece envararle, dándole a veces un aire frío y destartalado”. Sin embargo, el personaje que nos encontramos leyendo a Valenzuela sólo compone la figura oficial, y a lo largo de las páginas emite casi en exclusiva la clase de declaraciones genéricas y de buenas intenciones que se evacuan de normal tras las entrevistas con otros mandatarios. Las transcripciones de reuniones entre jefes de estado o de gobierno están preñadas de idéntico tono diplomático, entendido este adjetivo como sinónimo -lo dice el diccionario- de circunspecto, sagaz, disimulado. Uno barrunta, mientras lee, que si nadie habla con más claridad, esas reuniones al más alto nivel en la política internacional son una turrada. O eso, o que se nos ha escamoteado aquello que hubiera tenido un tono más personal y sabroso, los fragmentos de discurso más sutil, o más crudo, que, seguro, los políticos se arrojan en sus encuentros.
Es verdad que en algunos momentos, y dentro del espíritu nítidamente elogioso que muestra Valenzuela hacia la figura y actuación de Zapatero, se espolvorean apuntes críticos. Este, dice el autor, no sabe trabajar en equipo ni repartir responsabilidades con orden y concierto, y es bueno en la corta distancia y en la visión estratégica pero no tiene una visión a medio plazo de los problemas, a meses vista, con lo cual puede acabar liquidándolos a matacaballo (como aconteció con el estatuto de Cataluña). Todo ello, según Valenzuela, es fruto de la sensación que transmite de disfrutar de una excesiva seguridad en sí mismo y una igualmente desmesurada confianza en su suerte, en su baraka. Pero esas gotas de acíbar están aisladas, no guardan relación con lo narrado en el resto del libro ni se deducen de lo que en él se explicita.
Valenzuela reserva un gran lujo de detalles, el grueso del texto, a su propia idea de una determinada política exterior, que identifica con la del mismo Zapatero. En ese rimero de análisis –sobre las prioritarias relaciones con Europa, América Latina o el Magreb, o sobre la guerra de Irak y las tormentas con Bush y sus neocons, o acerca de la necesidad de respetar la política interna de cada país, por distantes ideológicamente que se hallen sus dirigentes, sean estos Putin, Berlusconi o Buteflika, por ejemplo-, que no dejan de albergar interés por momentos, se consume el libro. Pero, ¿y Zapatero? ¿Dónde está? ¿Es un hombre que habla en privado como si se estuviera dirigiendo a la asamblea de la ONU? ¿Nunca cambia de registro? No lo creo, por su bien y el nuestro.
Únicamente nos está permitido asistir a la política espectáculo, a la que iluminan los focos, al universo tedioso de las ruedas de prensa y las declaraciones oficiales. Nunca oímos una palabra que no sea protocolaria, no atisbamos otra verdad, no se nos regala ni una charla off the record. Así que nada raro resulta, a la postre, que Valenzuela facilite un día en Barcelona a Chirac y Zapatero que, como es costumbre de hace mucho tiempo en Berlusconi, se maquillen antes de presentarse ante los medios. No sé por qué muestra Zapatero cierta renuencia. Por obra de Valenzuela, su maquillaje en este libro, como el del resto de dirigentes que aparecen, abarca mucho más que el rostro.
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