Lila Downs. La cantante mexicana de moda. Su voz poderosa y cálida, y su guiso feliz de temas populares con nuevos y sorprendentes condimentos, prometían una buena tarde. Pero vino a Pamplona en baja forma, y entre la garganta dañada y la escasa pericia de los técnicos de sonido, resultó que sus músicos la tapaban y no se entendía una sílaba. Mejor nos olvidamos del directo y continuamos haciéndole voces en casa. El público, como casi siempre en el Gayarre, parecía recién llegado de la sala de profesores (y profesoras, mayormente) de una ikastola pública. Ya sé que exagero, pero sólo una miaja. Enseñantes, profesionales, abundantes funcionarios, progres y nacionalistas, todos y todas con sandalias y camiseta. Gente, no se piense, de un excelente pasar, que planea ya sus vacaciones en países exóticos, pero, eso sí, con la buena conciencia a rebosar. En ese ecosistema peculiar, de una ortodoxia estomagante, alguien no avisado puede imaginar que la lengua de Pamplona es el euskera. Por si el cantante que viene no se ha percatado -suele pasar-, siempre el más listo del euskaltegi le interpela en esa lengua. Es importante que a los forasteros les quede claro que somos muy de aquí. Lila Downs no entendía nada, pero, lista ella, olió el etnicismo y se arrancó en la lengua de su madre, india mixteca. Fue un momento de consternación. “La vida no vale nada / no vale nada la vida / empieza siempre llorando / y así llorando se acaba”, nos había recitado. Pero como su voz daba para poco y las cuerdas sangraban en los bises, tras mucho saludo en el vestíbulo de la gente maja (iepa, zer moduz, ze ba y otras contraseñas por el estilo), todos a la calle, a tomar unos potes y cumplir con el primer mandamiento del mundo moderno, el de divertirse hasta morir. La vida no vale nada.
Juan Cruz. El País ha tardado mucho en incluir blogs en su web, pero ahora que se ha lanzado no podía faltar el de Juan Cruz, un hombre siempre de la empresa y que, entre cuarenta o cincuenta ocupaciones, ejerce o ha ejercido las de reportero, corresponsal, columnista, entrevistador y tertuliano en la radio, editor en Alfaguara, alto ejecutivo y autor de una porrada de libros. ¿Pero de dónde saca el tiempo? Con su cáracter y sus contactos, está claro que Juan Cruz es la persona más adecuada para alimentar con veinte líneas al día una cierta clase de cuaderno de bitácora en apenas cinco minutos. Si yo llevara su vida, como soy más lento necesitaría el doble, diez minutos. Pero el procedimiento estaría chupado. Bastaría con, un día normal y corriente, narrar mi desayuno con García Márquez y otros escritores del boom, mi café de media mañana con Vargas Llosa mientras esperamos a Almudena Grandes hablando de los goles de Ronaldinho, el almuerzo con Carlos Fuentes en el que éste me transmitiría los saludos de Clinton, y la cena con Saramago, la conciencia vigilante de la humanidad. Entre medio, cabría una alusión a alguna de doscientas llamadas de móvil mantenidas, o cinco palabras sobre el encuentro inesperado con algún otro famoso en el puente aéreo, o referencias a mi intervención en alguna mesa redonda vespertina o a una discusión con alguno de los veinte o treinta taxistas a quienes habría parado en las calles de Madrid por la mañana o de Barcelona por la tarde. Y, al día siguiente, Gunther Grass en su casa del norte de Alemania, antes de volar a Malmoe para ver a Hening Mankell y volver pitando a opinar sobre el Getafe en El larguero. En fin, es un estilo de blog. Vladimir Nabokov, en un texto de presentación de su guión cinematográfico de Lolita, anotó los lugares, días y horas exactas de salida y llegada de sus muchos viajes, siempre con su esposa, e indicó puntualmente los números de litera o de camarote ocupados en cada tren o barco. ¿Para qué? «Si reproduzco estos detalles, y otros, recogidos en mi agenda, no es sólo por lo reconfortante que me resulta recordarlos, sino porque lamentaría muchísimo que permanecieran ignorados y desaprovechados». Pues eso.
1 comentario:
Estoy un poco atufado a estas horas de la nuit, pero supongo que esas referencias a J. Cruz no eran sino eruditas puyas. De ser así, opino lo mismo de ese canarión con la voz aflautada con un agenda inversamente proporcional al tamaño de su talento. Le he visto/oído/leído en más de una ocasión y me parece un ser de una cursilería peligrosa, aunque el hombre le echa ganas y pseudointerés a lo que cuenta, y eso es de agradecer. Con él me pasa como con Javier Rioyo, del que me río yo, un afable gordinflón de la cultura española cuyos artículos de domingo en El País son un cúmulo de nombres con ínfulas de glamour literario que tienen tanto valor como el número de las literas de Nabokov, por mucho Nabokov que fuera Nabokov. El propio programa que dirige Rioyo, Stravagario, es un jumelaje facilón de la literatura, con entrevistas sobre la memoria histórica de las que nadie se acuerda, pues duran como cinco minutos antes de la actuación rollo FNAC de turno. Me quedo a leguas con el desterrado programa de Dragó, pues convertir la literatura en algo ameno y singular me recuerda exactamente a lo que Luis Cobos hacía con la música clásica.
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