Escribo sobre los asesores y me encuentro al día siguiente en El País con datos muy apetitosos sobre Henry Guaino, un ‘negro’ muy listo que ha estado detrás de las grandes comparecencias públicas de Nicolas Sarkozy. Con sus discursos, argumentarios y consejos ha contribuido no poco al triunfo del político. La tarea era complicada: «Había que cambiar la imagen del ministro del Interior, del hombre duro, ambicioso y antipático, del policía de la porra, por la de un futuro presidente, un hombre carismático, humano, capaz de ser amado, de entrar en el imaginario del país. Guaino sentó a Sarkozy en el diván del psicoanalista y le pidió que le contara cosas, que le explicara experiencias de su infancia, que recordara instantes en los que se hubiera emocionado. El candidato recordó su visita al memorial del Holocausto, el Yad Vashem, y también el viaje al convento de Tibéhirine, en Argelia, poco después de que siete monjas trapenses fueran degolladas por fanáticos islamistas. Y también, probablemente, más de un episodio de su infancia que no ha trascendido. De aquella sesión nace el famoso 'he cambiado', una frase repetida hasta diez veces el 14 de enero (día en que Sarkozy se presentó como candidato), justificada por el hecho de "haber sufrido". El sufrimiento, la victimización. Dos elementos que han sido claves en esta campaña en la que, ante todo, estaba en juego la propia personalidad de Sarkozy, "inquietante", según se dejaba caer tanto desde el campo enemigo como —muy a menudo— desde su propio campo».
La propia noticia resulta, en sí, contradictoria con la condición esencial de un asesor, de un 'negro', el cual debe permanecer siempre en la oscuridad, fuera de los focos, innombrado. Cuando el asesor salta al escenario no sólo traiciona en buena medida su cometido; erosiona además la credibilidad de su contratador, de su jefe. ¿No estaremos contemplando en ese momento la vanidad del asesor, quien no se habrá resistido a esparcir insinuaciones entre allegados y periodistas sobre la verdadera autoría de la pieza teatral representada por Sarkozy?
Me llama la atención la profesionalidad con que Guaino se preparó para su aportación. Muchos 'negros', sea por su misma lejanía del político, sea por resistencias de éste, no llegan a conocerlo con la profundidad suficiente como para poner en su boca palabras que realmente parezcan de él. Hacen, con frecuencia, un trabajo 'estándar', afincado en los tópicos y las generalidades. En cambio, Guaino, se nos dice —supongo que figuradamente—, “sentó a Sarkozy en el diván del psicoanalista y le pidió que le contara cosas”. Ese esfuerzo de documentación tuvo una incuestionable utilidad dentro del esfuerzo de construir una hermosa careta para el político, de manera que éste pudiera presentarse en el teatro con las palabras y rasgos más apreciados por los electores. La mascarada urdida por el asesor presentó a Sarkozy como “un hombre transformado”, “humano”, “capaz de ser amado”, “sufriente” y, como es ley de hierro actualmente, “víctima” –cuántas comillas necesitan las palabras en este teatro político para adelgazarlas de engaño—. La máscara taparía su ambición, dureza, antipatía y, según han contado muchas personas que conocen al ahora presidente, iracundia. En el mercado político, en el cual la televisión gana peso sin cesar, las personas que en tiempo de elecciones despidan siquiera un ligerísimo aroma de arrogancia o irascibilidad, por muy competentes y honradas que sean, tienen las de perder. En cambio, mostrarse sufriente, y no digamos víctima, cotiza muy alto –en las elecciones y en el conjunto de la vida, claro—.
No dudo de que Segolene Royal también habrá ensayado con sus asesores las formas más adecuadas de construirse una identidad electoralmente atractiva. No veo diferencias notables, en punto a seducir, entre los diferentes políticos, todos ellos obligados a someterse a las mismas exigencias espectaculares, que en Francia han incluido, más allá de las cualidades “personales” citadas (se posean verdaderamente o no, eso poco importa), una definición entusiasta sobre la identidad, Francia, su origen y su destino. Así que me quedo con unas palabras de Zygmunt Bauman en su libro Modernidad líquida: «Ahora que el reino de la política se reduce a la confesión pública, a la exhibición pública de la intimidad y al examen y censura públicos de las virtudes y vicios privados; ahora que el tema de la credibilidad de la gente en público reemplaza la consideración de qué es y qué debería ser la política; ahora que la visión de una sociedad buena y justa está ausente del discurso político, no es raro que (tal como observara Sennett hace ya veinte años) las personas “se conviertan en espectadores pasivos de un personaje político que les ofrece sus sentimientos y sus intenciones, en vez de sus actos, para que los consuman”. Sin embargo, los espectadores no esperan mucho más de los políticos, tal como sólo esperan de otros personajes ante las candilejas nada más que un buen espectáculo. Y así el espectáculo de la política, al igual que otros espectáculos públicos, se convierte en un mensaje incesante y monótono que repite y repite la prioridad de la identidad sobre los intereses, o en una constante lección pública que reitera que la identidad es lo que importa, y que lo que cuenta es quién es cada uno y no lo que hace».
No hay comentarios:
Publicar un comentario