24 julio 2012

La pelmada de la gastronomía

Increíble. El País Semanal que leo la mañana del domingo no incluye ninguna entrevista con un cocinero o con un experto en nutrición, ni un reportaje sobre un restaurante innovador y carísimo, nada sobre las bondades del tomillo o del cilantro. No hay en este número un crítico gastronómico que nos eche la enésima bronca a los ignorantes por comer tomates que no saben a nada o por desdeñar las delicias de los huevos deconstruidos. No aparece ninguna guía de los restaurantes de París, Barcelona o Nueva York que todo turista debe visitar si quiere estar a la última, o una comparativa de los mejores vinos de la última añada.

Ayer por la mañana, sólo ayer, no leí una línea sobre cocineros como Arzak, Berasategui o Andoni Aduriz, o la enésima advertencia de Valentín Fuster sobre los riesgos mortales de una mala alimentación, o una lección por encima del hombro de Caius Apicius o del Comidista sobre la esencia de la menestra o sobre cómo componer una ensaladilla rusa auténtica. Tampoco me di de bruces con una guía de recetas para solteros, divorciados, diabéticos o albinos. Pierre Dukan, por su parte, se había tomado unas vacaciones con sus dietas-timo.Y, sobre todo, por estremecedor que parezca: ¡no encontré nada sobre Ferran Adrià o El Bulli! Esto me dejó descolocado.

Menos mal que, por la tarde, El Dominical que edita La Vanguardia logra tranquilizarme: entrevista a uno de los doscientos mil nutricionistas españoles que trabajan en Estados Unidos, quien, como otros tantos cada semana, y más allá de su labor en el laboratorio, que no entendemos porque no somos microbiólogos y lo de la genómica nos resulta un pelín difícil, descubre a los profanos el mediterráneo de la correcta nutrición: la frugalidad a la hora de yantar, la dieta con aceite de oliva o la necesidad de huir de los horrores de la bollería industrial y de la comida rápida. Todo ello aliñado con las habituales imprecisiones acerca de los últimos descubrimientos “científicos”, esos que tantos días leemos que han alcanzado en cualquier universidad americana o israelí y que revelan las bondades o maldades de diversos alimentos. Y es que en los últimos años nos han mareado a conciencia sobre lo sano o insano que era, según temporadas, ingerir, por ejemplo, pescados azules, chocolate, frutos secos, hamburguesas, soja o suplementos vitamínicos. ¡Era más entretenido leer al profesor Bacterio o al profesor Franz de Copenhague!

Imagino que esta matraca asfixiante de los cocineros estrella, nutricionistas, críticos y comentaristas de la jala y demás ralea tiene su público. Que los medios nos los imponen porque las andanzas y opiniones de estos canonistas y negociantes del buen comer interesan a muchos lectores (y televidentes, claro, que los Arguiñano, Sergio Fernández, David de Jorge y hasta Jamie Oliver los tenemos hasta en la sopa). Que las infinitas guías de restaurantes y casas de comidas que incluyen los medios o que se editan como libro hallarán su nicho comercial entre las manadas mundiales de viajeros-turistas. Pero lo siento: yo estoy harto, aburrido, hasta las narices de su abusiva presencia.

Los nutricionistas, cardiólogos o endocrinólogos hacen, no lo dudo, una admirable labor en el ámbito de la investigación. Sus avances pueden enseñarnos mucho en relación con lo que comemos y con lo que es más saludable meterle al cuerpo. Pero cuando algunos salen de sus laboratorios y se convierten en estrellas mediáticas, tengo la impresión de que su guión divulgativo se lo han escrito los censores del placer, siempre penitenciales, y los creadores de lugares comunes, de obviedades sobre lo que nos sienta bien y lo que nos engorda y mata. Y muchas veces caen peligrosamente en la tontería de la autoayuda, esa oscura rama de la ignorancia que posee una visión harto simple del ser humano. El prestigio de la ciencia, tan justo hasta cierto punto, los blinda en sus conquistas de influencia social. Pero casi nunca leo nada de estos nuevos sacerdotes, o inquisidores, que una mente razonable y sensata no sepa –aunque, por bien que lo sepa, en ocasiones le apetezca olvidarlo: el placer tiene un componente irracional, lujurioso, de mala vida y exceso, que por fortuna también forma parte de nuestra naturaleza-.

Los cocineros, y no digamos nada los críticos gastronómicos, se pasan el día señalándonos qué debemos comer, qué es lo moderno, qué está de moda en esto del comercio y el bebercio, cuál es la última innovación absolutamente fabulosa que nos colocará a la page en este ámbito y que no podemos dejar de probar. Y, correlativamente, nos regañan por todo lo que no sabemos en materia de guisos, por lo que aliñamos y comemos mal. Se lamentan asimismo por la degradación de la agricultura moderna, y añoran un tiempo idílico de materias primas limpias, nutritivas y saludables, y de platos fantásticos, “de toda la vida”, de antes de la degradación que nos envilece hoy, en un ejercicio que me parece que pertenece más bien al género de la ucronía. Hace más de treinta años, Fernando Savater ya clamó colérico contra los que llamó “pensadores del pienso”, esos pelmas y pedantes que no cejan en su predicación sobre cocina y cocineros, vinos y licores, nutrición y modas gustativas. Pero entonces no imaginaba tal vez que la ola llegaría a ahogarnos.

Sé que no es una buena estrategia comercial. Pero mi hartazgo es tal que me gustaría que toda la información sobre restaurantes de moda, casi siempre muy caros, guías del comer en distintos lugares del mundo, y por supuesto que todas las homilías de estos tontos árbitros del comer y del beber y todas las noticias, entrevistas y atrevidas recetas de los cocineros estrella, fueran confinadas en revista y suplementos especiales, muy especiales, al margen de los periódicos generales. Esta idea todavía me parece más sensata en tiempos de crisis, en los cuales a la mayoría de la gente le resulta insultante esa obscena exhibición de lujo que suele ir asociada a las recomendaciones de estos pensadores del pienso, cargantes prescriptores de lo que se debe comer y sentir.

Además, la saturación gastronómica ejerce una influencia muy negativa sobre la sociedad. Recuerdo un estupendo artículo de Xavier Bru de Sala en La Vanguardia en el que contaba una comida de amigos. Lo que había empezado en un ambiente muy cordial, se estropeó pronto por el afán de algunos de los presentes de rivalizar en sabiduría sobre vinos. El camarero tuvo que asistir, paralizado, a una estúpida reyerta entre machitos sabiondos sobre el mejor vino que elegir. Y es que la inflación de noticias y discursos y consejos de la morralla gastronómica ha extendido el esnobismo y la ostentación de ese saber entre mucha gente que desea escalar las supuestas montañas del buen gusto. Su saber es casi siempre poco profundo, pero resulta suficiente para exhibir estatus. La ansiedad por el estatus, estudiada por algunos filósofos, encuentra una vía privilegiada en estos andurriales del gastro.

Cuando éramos jóvenes y teníamos todo por aprender, y ganas de comernos el mundo, pasábamos muchas horas en bares populares. Comíamos un bocadillo de tortilla o de lomo con pimientos y bebíamos vino peleón. Aprendíamos, nos ilusionábamos, ligábamos y disfrutábamos como alimañas. Ahora comemos mucho mejor, estamos a la última en restaurantes, bebemos buenos vinos. Bien, de acuerdo, tampoco quiero hacer un elogio simplista de lo pobre. Pero cada vez resulta más difícil alcanzar, en compañía, una mínima euforia practicando el noble arte de la conversación. Sólo nos queda la comida, maldita sea.

9 comentarios:

Mario Moliner dijo...

Estupendo artículo. Pero recuerde: Ferran Adrià.

ayacam dijo...

Muchas gracias, señor Moliner. Tiene razón, lo he escrito mal. Voy a corregirlo.

Anónimo dijo...

Y ya superando el colmo de la estupidez la elevación de algunos cocineros (me acuerdo de Adriá)al altar del arte más depurado, cual artistas del quatrocento.

ayacam dijo...

Sí, es cierto, señor Anónimo. Ahí se batió una marca notable en el deporte de la tontería.

Anónimo dijo...

La comida, como el tiempo, ha venido a ser la única conversación posible, a no ser que uno quiera lanzarse a discusiones bizantinas o elija la compañía de forma estricta.
Gran artículo Sr. Ayacam
Peri

ayacam dijo...

Toda la razón, señor Peri. Pero maldita sea.

DIEGO dijo...

Ay!, aquellos tiempos el que el único que hablaba de esas cosas era Néstor Luján y hablaba de comida, no de calorías, dietas, coadyuvantes...y otras zarandajas.

Román Felones dijo...

¡Cuánto me alegro de poder gozar de tus reflexiones y comentarios en esta temporada tan crítica para todos! Gracias por compartir tus ideas y ofrecernos sugerencias. Un abrazo, Román.

ayacam dijo...

Muchas gracias por tus palabras, Román.

Y respecto a lo que escribió el anterior comentarista, Diego, tiene toda la razón. Néstor Luján, o el gran Alvaro Cunqueiro, escribían maravillosamente, y sus reflexiones se podían leer como literatura. Benditos tiempos, en los que había grandes y gordos escritores metidos en harina, no como ahora, pese al empacho brutal que sufrimos del tema.