No pude votar el 15 de junio de 1977. Aún no tenía 21 años. Pero bien liado que había estado en la campaña. Mi partido, el Euskadiko Mugimendu Komunista (para mí seguía siendo el Movimiento Comunista de España, con ese nombre me acerqué a él), se presentaba en Navarra dentro de una coalición, la Unión Navarra de Izquierdas, en parte porque había que agrupar fuerzas, en parte porque era uno de los muchos grupos o grupúsculos ilegales de ultraizquierda —Suárez no los legalizó hasta un mes después de los comicios—. Con el paraguas UNAI, si no recuerdo mal, se taparon también algunos independientes y ESEI, un partido abertzale y socialista (esto lo decíamos entonces sin reserva alguna), una cosita pequeña que pronto desapareció. En UNAI nosotros éramos los machacas, los obreros de la agitación y propaganda, pero el atractivo electoral lo aportaban los independientes. El número uno de la lista era el médico Javier Erice, que había sido alcalde de Pamplona un tiempo, hasta que, muerto ya Franco, el gobernador caído por aquí en 1975, más burro y malasombra todavía que el ferrolano muerto, lo destituyó por las bravas aprovechando el lío judicial de las casas de Nuin. La campaña fue eufórica, con picos tórridos como el mitin final en el Anaitasuna, y hubo momentos en que creímos que a UNAI le iban a corresponder dos o tres diputados como mínimo. Pero igual que en tantas otras cosas, nos equivocamos, si bien es verdad que Javier Erice, que conservaba un gran prestigio en la ciudad, estuvo a punto de ser diputado en Madrid. Le faltaron unos 500 votos. El resultado nos dejó entre estupefactos y doloridos. Al año siguiente, cuando mi fe ya se estaba resquebrajando, Miguel Angel Muez, otro mítico concejal rojeras de la ciudad que se iniciaba como yo en los arcanos del euskera, me confió con su característica acidez enfurruñada que menos mal que Erice no había sido elegido. Para bajarme del guindo dijo más cosas, todas poco caritativas con quien había sido nuestro hombre de cartel.
A mí me había metido en el partido un año antes quien acabaría siendo un prestigioso director de cine. En aquellos tiempos de plomo, supongo, quedaba lejos de sus sueños imaginar siquiera ese futuro. Yo hervía de inquietud política, me sentía moralmente obligado a saltar al activismo organizado y conocía un poco a gente del partido a la que admiraba por la claridad ideológica y la coherencia vital, así que cuando J. me invitó a formar parte de un grupo de simpatizantes que recibiría unas primeras lecciones de marxismo y leninismo, no lo dudé.
Tiempo atrás, el futuro cineasta había sido, fugazmente, mi profesor de electrónica, hasta que, me temo que harto, abandonó el colegio de curas donde se dedicaba a explicarnos el funcionamiento de los circuitos de transistores y las radios de válvulas. La tarde de incipiente primavera en que el grupo arrancó, como nos conocíamos me ofrecí para conducirlo al lugar de la reunión. Franco había muerto, pero la incertidumbre dominaba y la policía no cesaba de asestar crueles zarpazos, de modo que se acordó a través de J. que el contacto se hiciera, artificiosamente, mediante contraseña.
- ¿Sabe dónde está el seminario? –le pregunté al cineasta a las puertas de una pastelería cercana al piso donde debíamos ir-.
- En San Juan está la cárcel –respondió tranquilo mi ex-profesor—. Y, acto seguido, como había caído en quién era yo, me inquirió por los estudios y la marcha del colegio donde mi cuerpo ausente y aburrido reptaba por la electrónica.
La sede de nuestros conciliábulos era una residencia de estudiantes que mantenía el Arzobispado y que, al correr de los años, un político seductor y ladrón acabaría convirtiendo en un amplio piso de lujo merced a sus privilegiadas relaciones con el prelado. Éramos seis en el grupo, uno de ellos el estudiante al que invadimos el cuarto. Como en este únicamente había dos sillas, el resto nos sentábamos frente a frente en el par de camas que casi lo atestaban. El futuro director de cine hablaba con una voz más bien monótona, como si le habitara un cansancio mal disimulado. Yo sabía por J. que después de penosos avatares represivos, estaba reubicado en el partido en la condición de simpatizante dedicado a la formación, supongo que por decisión propia. Este estatus nos causaba sin embargo cierta pena, porque la categoría de militante, creíamos, era la mejor, la más elevada, y además el cineasta, pese al tedio que parecía recorrerle, poseía un discurso claro, preciso, pedagógico en el buen sentido de la expresión, o así nos lo parecía entonces, y en su boca las contradicciones en el seno del pueblo descritas por Mao, el carácter paradójicamente democrático de la dictadura del proletariado, la necesidad que Lenin había defendido de una férrea organización en el partido, el carácter secundario de la lucha antiimperalista en el estado español en virtud del espectacular desarrollo de la burguesía autóctona, o los dislates de palabra y obra de la ORT o los troskistas, eran evidencias absolutas que fluían con naturalidad y elegancia, ordenaban nuestro mundo ideológico y caían como lluvia mansa sobre el campo abonado de mi inquietud. Por eso puedo afirmar que sus palabras determinaron mi adscripción, me empujaron a dar el paso.
En el tiempo de las elecciones, quince meses después, yo continuaba siendo un don nadie en el EMK, apenas un modestísimo y entusiasta militante formado aprisa y corriendo en las juventudes. Pero uno de los dirigentes máximos del MCE (“a nivel estatal”, decíamos ya violentando a la lengua) era el camarada ‘Fermín Ibáñez’, nombre de guerra que escondía a Javier Ortiz, periodista que al correr de los años tuvo cargos en el periódico El Mundo. Ahora, aparte de haber escrito varios libros, entre ellos uno a mayor gloria de Ibarretxe, colabora en el tonto Pásalo de la ETB y sigue de columnista en el periódico de PedroJota.
Nuestro entusiasmo se sostenía a mediados del 77 sobre una ignorancia oceánica. Queríamos, claro, una democracia profunda, radical, “de verdad”, para lo cual, como mínimo, había que liquidar hasta el último vestigio del franquismo. Ello incluía la disolución de sus cuerpos represivos y la expulsión o jubilación de sus trabajos y de la vida pública de toda la cohorte de miles de repugnantes funcionarios de bigotillo, a los cuales, por mucho que se presentaran con la UCD, siempre imaginábamos vistiendo aún el traje azul. Las exigencias mínimas comprendían también una democracia económica avanzada, fórmula que, en su indefinición, nos hacía desear una gestión participativa en todas las empresas. Al fondo, claro, queríamos más, mucho más, que para algo éramos un partido marxista y leninista. Pero tras los comicios más de uno vio que el país dibujado por los resultados no correspondía ni de lejos al que habíamos tenido en mente. Yo, además, y en poco tiempo, por ejemplo leyendo algunos artículos de la revista El Viejo Topo sobre la burocracia autoritaria comunista o sobre la hasta entonces idealizada situación china, o la formidable y explosiva –al menos entonces- Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, entendí que la tradición marxista y leninista poseía unas sombras que entenebrecían fatalmente mis ideales. Sobre este punto podría extenderme sin fin, pero prefiero no hacerlo. Baste decir que ahora me parecen ya casi de dominio común ideas que en mi pequeño mundo eran entonces, por simple cerrazón y desconocimiento, pura herejía.
Este sábado pasado Javier Ortiz, nuestro viejo jefe (siempre debajo, faltaría más, de Eugenio del Río, el indiscutible secretario general), publicó en El Mundo una columna sobre la transición en la cual volvía a sostener que el franquismo triunfó incluso después de muerto, ya que “los principales partidos de la oposición democrática (...) vendieron el derecho a hacer justicia a cambio del plato de lentejas de su legalización inmediata”. La traición de estos partidos hizo posible que siguieran con “sus carreras políticas” y continuaran “con sus negocios, muchas veces basados en el expolio, quienes habían atenazado y sangrado al pueblo durante 40 años”. O sea, sostiene Ortiz, que la transición fue una bazofia, y no porque las apetencias de la inmensa mayoría de los españoles no fueran radicales ni mucho menos revolucionarias, sino, simplemente, por la felonía de las camarillas dirigentes de los partidos que entonces llamábamos, con infinito desprecio, “reformistas”. Que llamábamos y que Ortiz, queda claro, sigue llamando.
Ortiz está en su derecho a sentirse decepcionado por el rumbo de la democracia española en estos treinta años. Puede seguir soñando y negándose a una reconciliación con la realidad. Me resulta más desalentador que no se atreva a lo que en el fondo debería hacer: despreciar a la gente, a “las masas” conformistas, insultar a todo cristo por no ser revolucionario y amante de Lenin, Marx y Robespierre. En cambio, nos sigue contando la milonga de la historia como un cuento de buenos revolucionarios y malos reformistas, estos últimos vendeobreros y traidores a todo aquello que, en su obstinación, cree que “el pueblo” deseaba “de verdad” a la muerte del dictador. Supongo que Ortiz, hombre culto, habrá leído varios de los muchos libros que hay sobre la situación económica, social y cultural que el franquismo fue creando casi a su pesar, y la influencia de esa estructura en la conformación de una conciencia democrática, pero moderada y reformista, en la mayoría de las gentes, o sobre lo que revelan los comportamientos electorales de estos treinta años, o sobre las dificultades reales, nada teóricas, que presentan los proyectos de democracia “participativa”, radical y depuradora que alientan en su retórica. Pero a la hora de la verdad no se le notan gran cosa esas lecturas. Sigue siendo el camarada Fermín Ibáñez. Y no atisbo ninguna grandeza, lo siento, en su coherencia en el error. Leyéndole el otro día, me vi de nuevo como el ilusionado camarada que devoraba Servir al pueblo, aquel órgano del comité central que a los de la base del MCE nos mostraba, esquemática y quincenalmente, el camino de la verdad.
2 comentarios:
Estimado Ricardo;
He pasado un buen rato leyendo tu última entrada. Déjame que vaya un poco más atrás y te haga una referencia a otra -la de Luc Ferry.-
http://unatemporadaenelinfierno.net/2007/06/20/luc-ferry-maquillajes-y-mafias-filantropicas/
saludos
Algo mayor que tú en el 77 (y me temo que ahora también), no tuve la fortuna que codearme con los que movíais los hilos de la historia. Hablas de Fermín Ibáñez, pero ¡anda que el prestigioso director de cine también tiene un repaso!
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