La Vanguardia incluía hace poco un largo artículo del responsable de su suplemento cultural, Sergio Vila-Sanjuán, sobre Mircea Eliade, “la figura más universal de la cultura rumana”. Eliade fue, más allá de cualquier limitación nacional, un erudito, un hombre enciclopédico de gigantesca estatura intelectual que publicó infinidad de artículos y más de cincuenta libros entre novelas, diarios, ensayos, obras de filosofía y otras de su especialidad más reconocida, la teoría e historia de las religiones. Su obra más célebre tal vez sea la monumental Historia de las creencias y de las ideas religiosas, escrita en los Estados Unidos (hay traducción castellana hace años). Y es que desde que abandonó definitivamente Rumania en 1940, Eliade residió en varios países, hasta terminar como respetadísimo catedrático en Chicago. Allí murió en 1986.
Me llamó la atención del texto de Vila-Sanjuán que éste, trayendo a colación los dos volúmenes de memorias que el rumano dio a la imprenta, afirme que el primero, Las promesas del equinoccio, que cuenta los primeros treinta años de la vida de Mircea Eliade (1907-1937), es “un gran libro”, mientras que el segundo, Las promesas del solsticio, “resulta mucho más convencional e insincero”. No conozco este último, pero el primero, que leí y anoté esforzadamente hace unos años, con gran empeño, no es verdad que sea un gran libro. La convencionalidad e insinceridad se enseñorean de él. Eliade fue el gran intelectual del que quedarán obras muy relevantes, pero como memorialista (y también como diarista, por cierto, aunque ahora aparco esa faceta) deja mucho que desear: sus libros están sembrados de oscuridades y trampas.
Son memorias llenas de detalles, pero pocos de estos resultan verdaderamente vibrantes o sabrosos. Además, faltan elementos fundamentales, informaciones y explicaciones que hubieran dado sentido a lo que aparece y hubiesen servido para que muchos datos se entendieran cabalmente. No se comprende muy bien, por ejemplo, con la información ofrecida, cuál fue su proceso de formación y evolución ideológica. No escribió el rumano su autobiografía intelectual, omisión que, teniendo en cuenta su personalidad, resulta muy llamativa. Los saltos en su formación, los huecos, son demasiado visibles. Apenas asoma la atmósfera de ideas en que respira el autor en su adolescencia y juventud. Y tampoco se explica muy bien el alcance preciso de su interés por la religión. Desde luego parece superlativo, pero ni sabemos cuándo brota, ni si contribuye una notable influencia familiar, ni si es un hombre de prácticas. Particularmente decepcionante me pareció el recuento de su larga estancia en la India, país donde Eliade vivió varios años de su juventud y que, a tenor de su obra posterior, le marcó profundamente. Se escamotean, en fin, señales decisivas sobre sus opciones en el terreno del pensamiento, y no digamos sobre los grupos políticos que apoyó en la Rumania de ese primer tercio de siglo. (Dejo para la segunda parte de esta entrada del blog el punto clave de la acción política de Eliade en la Rumania de los años treinta, la omisión más artera de sus memorias.)
Queda claro, sin embargo, que Mircea Eliade fue ante todo y por encima de todo un hombre de libros, hasta el punto de que una ensayista americana que lo conoció muy bien, Wendy Doniger, llega a afirmar que para él “primero están los libros, luego los hombres”. Y cuando se acercaba su muerte, dice Norman Manea, “el drama del cercano final se proyecta más sobre los libros que ya no podrá escribir que sobre los hombres de los que se va a separar”. En las memorias resulta muy llamativa, desde luego, su portentosa capacidad, hasta la extenuación, para emprender mil y una tareas. El joven intelectual lee libros de las más variadas materias (singularmente filosofía, literatura clásica y moderna, historia, historia de las religiones, métodos de idiomas, etc.) y escribe sin cesar: un diario íntimo, miles de artículos, ensayos y novelas extremadamente ambiciosas de intención que tratan de explicar la esencia de la adolescencia, de la juventud, de la historia humana y del cosmos. También le queda tiempo al rumano para practicar los deportes más exigentes, agotadores y arriesgados, para las charlas con amigos y para los escarceos amorosos.
Este programa tan vasto lo desarrolla Mircea Eliade gracias a que se acostumbra a dormir desde su adolescencia una media de cuatro horas diarias (intentó que fueran sólo dos, pero fracasó en el esfuerzo). De hecho, sus primeros trabajos publicados los escribe sólo con quince años, y para cuando viaja a la India, a sus veinte, Eliade ha dado a la luz cientos de artículos -que cuidadosamente contabiliza- y escrito varias novelas inconclusas y que no llegan a editarse. Mientras permanece en la India, Eliade logra publicar sus primeros libros, y a partir de su vuelta su obra editada es regular y sostenida.
Para Eliade no existe la fatiga, la atracción por la pasividad o la caída en la esterilidad. Su voluntad está siempre a la altura de sus pretensiones de escritor de obras monumentales, enciclopédicas. No conoce los desfallecimientos prolongados. Sus decepciones, amargas en ocasiones, le insuflan nuevos bríos, le lanzan hacia nuevos proyectos, siquiera sea con el motor de la envidia o con el de decir por escrito todo lo que no ha sido capaz de mostrar verbalmente, o en general en su vida cotidiana.
Otro aspecto que destaca es su aversión a los estudios académicos. Son numerosos los pasajes en que se detiene en diversos conflictos con profesores que no comprenden sus aspiraciones, o que abusan de su autoridad, le suspenden, le insultan e incluso lo abofetean, con el agravante de que no son ni de lejos los maestros que Eliade busca y exige. Muchas veces, y ya desde su infancia, se ve obligado a estudiar cosas que no le interesan lo más mínimo o que él ya ha aprendido por su cuenta. Resultado de este divorcio con la vida académica son, desde su infancia, las frecuentes faltas de asistencia, la errancia por solares y descampados para jugar con golfillos y, en especial, su formación en gran medida autodidacta. Eso sí, fiel a su inclinación por la veladura, no acaba de enterarse el lector de si Eliade consiguió o no títulos académicos.
Han sido muchos los que han tratado de aclarar el grado de implicación del rumano en la política rumana de los años treinta, su nivel de militancia en el tristemente célebre grupo fascista de la Guardia de Hierro, que colaboró de manera entusiasta en los crímenes nazis de la guerra. Pero esta cuestión merece una segunda parte.
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