En 1991, el también escritor rumano Norman Manea, exiliado años antes en Estados Unidos para eludir la persecución del régimen de Ceaucescu, escribió un largo artículo, Felix Culpa, sobre las posturas políticas defendidas por Mircea Eliae en la Rumania de los años treinta, y también acerca de las que sostuvo de forma mucho más velada años después. El texto de Manea, que puede leerse en castellano dentro del volumen Payasos. El dictador y el artista (Tusquets), nació de la indignación provocada por la lectura de las memorias y diarios de Eliade. La gran figura rumana podía haber evitado cualquier tipo de evocación biográfica. Sin embargo, publicó varios volúmenes de diarios y dos de memorias porque, escribe Manea, “consideraba su vida relevante y significativa”. Sólo que, como ya señalé en la primera entrada, lo que a Eliade le gusta consignar y recordar, y de ahí la indignación de Manea y de otros muchos, se halla cuidadosa y arteramente mutilado.
Al correr de los años, Eliade recuerda, pero asimismo olvida. Por ejemplo, sus artículos de santificación de los “mártires” del bando de Franco en nuestra guerra, o sus ditirambos a Oliveira Salazar, el dictador portugués sobre el que Eliade incluso redactó todo un exaltado libro. O bien sus juicios sobre Mussolini: “Me tiene completamente sin cuidado si Mussolini es o no un tirano. Me interesa una sola cosa: que este hombre ha transformado en quince años Italia, haciendo de un estado de tercer orden, una de las potencias del mundo actual”.
Pero, sobre todo, Eliade soslaya al correr de los años su adhesión ardorosa al movimiento legionario de la Guardia de Hierro, el principal grupo fascista rumano, una cuadrilla que especialmente durante la Segunda Guerra Mundial ratificó con numerosos crímenes su alineamiento con los nazis y su feroz antisemitismo. Eliade colaboró en los años 1936-1937 –no era pues ningún jovenzuelo, llevaba quince años escribiendo y publicando- con la prensa afín a este grupo, y sus escritos de entonces están poseídos de un nacionalismo extremista y militante, un nacionalismo “cristiano” y “moral” que por ello mismo se proclamaba violentamente antisemita. Eliade desató su pluma en la esperanza de “una Rumania nacionalista, una Rumania delirante y chovinista, armada y vigorosa, implacable y vengadora”, una Rumania, dice el escritor, que debe “superar la democracia”, que “está empezando con muchos miles de años de retraso y sólo acabará con el Apocalipsis”, y que se liberará del yugo humillante de “los húngaros, el pueblo más imbécil que existe en la Historia después de los búlgaros” para construir una “Transilvania heroica y mártir”. Frente a estas ilusiones, Eliade volcó su desprecio en la impotente y pronto liquidada democracia rumana del momento y se preocupó por los avances demográficos “del elemento eslavo” o de los judíos; éstos, denunció, habían ocupado grandes regiones del país.
Mircea Eliade tuvo un maestro intelectual clave en su fascismo: el filósofo Nae Ionescu, el cual es ensalzado constantemente en las memorias. Pero no nos enteramos, con la de páginas que le dedica, de que se trataba de un hombre de la extrema derecha. Tampoco queda claro que cuando en 1938 algunos dirigentes de la Guardia de Hierro, incluido Nae Ionescu, fueron detenidos, el propio Eliade corrió la misma suerte dos o tres semanas después, o de que en 1940, cuando Rumania entró en guerra como aliado de Alemania, Eliade tuvo que dejar su puesto de agregado cultural en la embajada en Londres y salir apresuradamente hacia Lisboa, ciudad amiga en la que disfrutó del mismo cargo y donde, ya lo he dicho, ejerció gustosamente de propagandista del dictador Oliveira –en castellano Kairós editó el llamado Diario portugués, una selección de las anotaciones de ese tiempo-.
Únicamente en sus diarios postreros, cuando se encuentra con denuncias basadas en pruebas irrefutables, Eliade se refiere muy levemente al asunto, henchido de un desdén que justifica en su creencia de que es víctima de oscuras maniobras, orquestadas, está convencido, por el Estado de Israel, o tal vez, cree, dirigidas a impedir que le concedan el Premio Nobel. Es más, Eliade tuvo la curiosa capacidad de hacer de la necesidad virtud, y consideró que el hecho de haber sido discípulo de Nae Ionescu, un hombre de extrema derecha, había resultado una especie de felix culpa (de culpa feliz): “sin aquella felix culpa me habría quedado en Rumania. En el mejor de los casos, habría muerto de tuberculosis en alguna cárcel”. Suerte la suya, sin duda: el fascismo, su implicación ideológica y política con el fascismo rumano, le salvó del comunismo
“Los testimonios sobre la tragedia totalitaria vienen de parte de las víctimas, raras veces de parte de los culpables” apunta Manea. Eliade, desde luego, nunca quiso analizar esta dimensión de su pasado, ni mucho menos aceptarla críticamente, y eso que hubiese podido alegar que su responsabilidad era sólo ideológica, no directamente criminal. Su silencio obstinado, análogo en cierta manera al de Heidegger y otros intelectuales fascinados por la tentación totalitaria, se vio acompañado, aquí y allí, de pinceladas escépticas sobre el modelo de democracia occidental. Afable, hospitalario y cosmopolita, mantuvo no obstante hasta su muerte una “una visión tradicionalista, conservadora, escéptica con la democracia y la modernidad, ligada a lo étnico y a los valores espirituales del lugar”. Hasta tal punto fue así que ni siquera salió de su boca la más pequeña crítica al principal líder de la Guardia de Hierro, Codreanu, un sujeto “de acción”, violentamente antisemita y antidemócrata, culpable de crímenes odiosos y de terrorismo político. Antes bien, como dice Manea, “todavía fascinado por el “éxito” electoral de éste, omite hablar de los asesinatos del mártir, no vacilando incluso en identificarse con su “generación”, más aún, con su destino político”. Eliade, ha escrito Seymour Cain, “no reniega nunca de su lealtad ideológica hacia el movimiento legionario y ve su declive y hundimiento como una tragedia rumana: más como el resultado inevitable de su ingenuidad política que como algo bueno”.
El nazismo, se ha repetido ya mil veces, no es un episodio más en la historia de la humanidad, en el itinerario del mal. Su gravedad y singularidad han sido subrayadas por muchos supervivientes y estudiosos. Por eso no resulta ocioso volver a la cuestión de las responsabilidades de quienes lo protagonizaron, y también a las de quienes de manera tal vez ingenua pero entusiasta prepararon el clima ideológico y moral que condujo a los crímenes. Por eso la actuación de Mircea Eliade, y su pertinaz silencio posterior, merecen todavía hoy ser evaluadas, a los cien años de su nacimiento. Como dice Manea, “en el silencio hay una elocuencia, además de una dignidad; en la evasiva hay delicadeza y no sólo cautela; pero en el silencio y en la evasiva hay también bastantes aspectos reprobables. ¿Por qué no se repudian públicamente las antiguas convicciones, por qué no se denuncian los horrores, por qué no se revelan los mecanismos de mistificación y no se acepta la culpabilidad? Debe de haber muy pocos que tengan la lucidez y el valor para hacerlo. Son casos raros y ejemplares que merecen que se les reconozca verdaderamente como casos de conciencia. Únicamente el reconocimiento del error puede respaldar una ruptura auténtica con ese error. ¿Acaso no es la honestidad, a fin de cuentas, el enemigo mortal del totalitarismo? ¿Y no es la conciencia (el examen crítico de las preguntas incómodas, es decir, el compromiso ético y lúcido) la prueba última del distanciamiento de las fuerzas corruptas de la ideología totalitaria?”
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