«Un hombre que aspira a ser justo, sentado al fresco de su jardín, una mañana de verano, con un perro a sus pies. La serenidad procede del bienestar de los suyos, de su amor correspondido, de su salud aceptable y de su moderada solvencia económica. También del hecho de que se dedica a un trabajo que le gusta mucho y por el que obtiene un razonable reconocimiento, si bien no se obsesiona con él ni está dispuesto a sacrificarle los otros dones de su vida».
Leemos este «autorretrato provisional firmado el 30 de julio de 2005» en Días de diario, un librito de Antonio Muñoz Molina de apenas sesenta páginas de pequeño formato, un fragmento de las notas que, suponemos, toma el escritor habitualmente sobre su acontecer y pensamientos. Pero el título, más que la condición de diario del texto, da la impresión de subrayar el carácter corriente y banal de lo contado. Aquí no se registran sucesos extraordinarios, esos grandes mojones de dolor o dicha que pautan nuestra vida; sólo se recogen algunos detalles del discurrir y sentir de un hombre al que, en esos meses, nada excepcional le pasa.
Al principio, el hombre sereno está de vacaciones en Madrid, y aprovecha el asueto para iniciar la escritura de una novela. Un año antes abandonó otra, insatisfecho, y ahora quiere levantar la memoria de cierto periodo de su adolescencia en Úbeda, alrededor de 1969, que él liga en el recuerdo íntimo con el impacto de la llegada a la luna de los astronautas norteamericanos. Es un libro que tolerará en su mismo planteamiento deslizamientos hacia la ficción, y que sin embargo tendrá que ser fuertemente personal. «No parece que haya más historia que la mía ni más personaje que yo mismo». No es la primera vez, por supuesto, que Muñoz Molina se interna en el territorio de la memoria personal y familiar. El jinete polaco o, no digamos, Ardor guerrero, también se construyeron literariamente con materiales de su vida. Es un camino en el cual el escritor se siente cómodo, guiado por modelos como Saul Bellow o Philip Roth, los cuales, dice, «no parece que inventen demasiado».
En 2007 ya sabemos que el empeño llegó a buen puerto, porque el otoño pasado se publicó el resultado, la novela El viento de la luna. Pero cuando Muñoz Molina toma sus notas le atemoriza la eventualidad de un nuevo fracaso, toda vez que, admite, «en estos tiempos creo que es imprescindible y urgente para mí terminar una buena novela. Vital para mi buen nombre y para mi confianza en mí mismo, tan debilitada últimamente».
Escribe con ilusión, porque los comienzos son prometedores, pero también con miedo. Por suerte, se impone la alegría a medida que teclea, con el concurso gozoso de las vacaciones y la libre disposición del tiempo. «Ponerse cada tarde a escribir una novela es una felicidad para la que en el fondo no hay sustitutivos. (...) Escribir y escribir. Con felicidad, sin orden, dejándome llevar, descubriendo personajes, situaciones, matices inventados que parecen recuerdos. (...) Ya llegará el tiempo de corregir».
Esa plenitud asociada a la concentración se resquebraja cuando mes y medio más tarde Muñoz Molina retorna a su trabajo en el Instituto Cervantes en Nueva York. Antes de abandonar Madrid ya se lamenta: «Ay, si yo tuviera todo el verano y todo el otoño sólo para escribir». Pero no lo tiene, y los pocos meses que se anotan en la ciudad americana son difíciles en lo que se refiere al avance de la novela. El libro gozosamente posible en vacaciones se le figura, en momentos de abatimiento, «quizás improbable». Se aprovechan los fines de semana, los benditos puentes, las noches, pero las dificultades se acrecientan con el cansancio y la discontinuidad del esfuerzo. Cierta mezcla de la tenacidad imprescindible en un escritor y de desazón por las dificultades le lleva a tomar nota de que «este es el momento del miedo, el de empezar a escribir y sentirse sin fuerzas para hacerlo, sin inspiración, con un abatimiento que no parece posible vencer. Éste es el momento que hay que salvar siempre, como se da un salto para salvar una zanja, sintiendo de golpe toda la torpeza y la cobardía del cuerpo».
La historia de la escritura de su nueva novela vertebra Días de diario, libro que se interrumpe sin más. Pero, como corresponde al género, hay en sus pocos folios escuetas anotaciones sobre otros asuntos. Me ha llamado la atención uno en especial, tal vez porque el reservado Muñoz Molina desnuda en él una habitación de su intimidad. El periódico El País le ha encargado una entrevista nada menos que a Philip Roth, pero el encuentro no puede ser más decepcionante para el español. El americano no tiene ni idea de quién es su entrevistador, y su impaciencia y casi fastidio en la hora en que permanecen frente a frente humilla y descentra a Muñoz Molina: «No tengo ya costumbre de ser tratado sin el menor rastro de la consideración que suele depararme mi nombre. No estoy acostumbrado a estar con personas del mundo literario para las que soy un desconocido. Lección difícil de humildad». Un poco más tarde reconoce, pensando en el encontronazo: «lo que me mortifica con respecto a Roth es la sensación de haber quedado como un tonto delante de alguien a quien admiro mucho. Un deseo frustrado de agradar al maestro, yo, que durante toda mi vida me he especializado en esa habilidad no siempre noble, desde que era un niño en la escuela. No ser mirado como un colega por otro escritor: ni siquiera ser visto como una persona inteligente». Una constatación lacerante que le conduce, en otro pasaje, a admitir algo que yo he leído con pena e identificación: «no sé por qué, pero a mí los complejos se me acentúan según me hago mayor». Comprendemos por ello de corazón al hombre (hasta cierto punto) sereno que se emociona por la fuerza con que le abraza en plena calle su amigo el gran escritor rumano Norman Manea. Y es que «está uno muy privado de las satisfacciones profundas de la amistad».
El recorrido del escritor por su propia vida, o por la actualidad, o simplemente por las calles de Nueva York, le abocan también al cuaderno. Así, el padre muerto poco tiempo atrás se le aparece en varios sueños, más todavía al formar parte esencial de la memoria que está convirtiendo en novela. Sus viajes en el metro le hacen toparse con unos versos de Yeats que explican mejor que un largo tratado muchos aspectos de la acción humana y del triste estado del mundo: «Los mejores carecen por completo de convicción, los peores están llenos de apasionada intensidad». Su irritación por el terrible incendio que unos domingueros provocaron en Guadalajara le lleva a dictaminar que «la irresponsabilidad cívica en España es una cosa escalofriante». Y el espectáculo cainita de la política española, que al mismo tiempo no puede dejar de atender, como ciudadano consciente que es, provoca su lamento: «La política, en países como España, es echar sal en las heridas y gasolina en el fuego, y encender hogueras donde no las había». Menos mal que la belleza del amor, la lectura y la escritura se complementan con la que le inunda cuando visita los maravillosos museos neoyorquinos o escucha una música (clásica o jazz o flamenco) que siempre le acompaña y transforma benéficamente.
Como siempre, es mejor leer el libro que esta notita mía. Sólo diré que el aire modesto y sin pretensiones de Días de diario me ha atrapado en un grado mayor que la lectura de sus grandes libros. Y es que con Muñoz Molina me sucede, dejando aparte ahora otras consideraciones (manierismo, artificiosidad y mimetismo de ciertas tramas o personajes), lo mismo que, por ejemplo, con Luis Landero. La calidad de escritura de cinco páginas de la mayoría de sus libros casi siempre me embelesa. Pero las partes son mucho mejores que el todo, y trescientas embotan mi gusto, como si me hubiera dado un atracón de exquisito chocolate. Algo que no ha sucedido ni una vez en el rato que me ha llevado devorar este cuaderno.
2 comentarios:
Interesante post. Me hace gracia el comentario fechado en 30 de julio de 2005. Se nota que el hombre esta reposado, calmado, pues días antes se había desfogado bien a gusto, carta al director de El País mediante. Era cuando los cursos de Verano de El Escorial, y el académico escritor acudió como invitado en un curso sobre los premios planeta, que el ganó con El Jinete Polaco, si no me equivoco. Con su sola presencia estaba apoyando de alguna manera el modelo Planeta, ese hacer de la literatura un producto masivo de venta en El Corte Inglés, la mayoría de las veces en perjuicio de la calidad literaria, y tal tal. La joven periodista Ana Gabriela Rojas hizo su croniquita para El País, en la que dijo algo como "Muñoz Molina defiende el sistema de los premios Planeta", lo que si bien era un poco tosco, venía a ser medianamente cierto. En cualquier caso, el asunto no era para ponerse como se puso. Era un 22 de julio de 2005 (o 23) y AMM se cogió tal cabreo al leer el artículo de marras que reaccionó con una vil pataleta en El País que nos dejó a todos los que por ahí andábamos ojipláticos. Era rabia e ira vomitada en contra de esa indefensa periodista, a la que citó con nombre y apellido y acusó de "fantasiosa" "imaginativa" de "faltar a la verdad" y más duras acusaciones. Eso, que te lo diga un tío de su prestigio, a través de una carta al director del periódico en que trabajas es, cuando menos, de un mal rollo acojonante. Ahí me decepcionó el tipo, aparte de por su perpetuo gesto hosco, casi de hombre de las cavernas, con una barba cerrada y una americana de las que duelen tan solo mirarlas. Como de Almacenes Gómez del barrio de Usera, por decir algo.
Luego uno lee ese comentario del hombre en calma, con los suyos y su vida por delante y etc. Normal que estuviera tranquilo, después del desfogue que se pegó el tío.
En fin. De todas formas tengo un libro suyo desde aquí, pues en cierta manera alumbró mi primera nivola, experimento literario de dudosa eficacia. La suya se titula 'El robinsón urbano' y curiosamente se editó en Pamplona allá por el 82. En un trasunto metaliterario que sólo interesa al propio autor titulé mi primer escrito largo 'El náufrago cosmopolita' en un extraño intento paródico y cree una figura muy basada en ese hombre que rezuma literatura, al que llamé Fernando Gómez Colina, cuando me interesaban más los arquitectos literarios que la propia arquitectura literaria, pues yo quería ser arquitecto y ellos lo eran.
Es muy interesante lo que recuerdas, Náufrago. Lo leí entonces, pero ahora, mientras estaba con este librito, no caí en que se trataba de las mismas fechas. Un ejemplo más de cómo se seleccionan, para publicar, los apuntes que uno toma, tal vez, en este caso, porque el registro del enfado monumental rompía la imagen de felicidad vacacional que Muñoz Molina quería transmitir. En todo caso, insisto en que Días de diario me ha interesado mucho más que sus libros grandes, que me empachan y se me atragantan. Ah, y que, como tantas otras veces, es mejor leer a un escritor que conocerlo. Me resulta conmovedor el espectáculo de la vanidad herida en el tremendo episodio con Philip Roth. (el que está en el ángulo)
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