El canto de las sirenas, un programa de Radio Clásica, estuvo dedicado el último domingo a distintas versiones del Kaiser-Walzer o Vals del Emperador, el célebre vals de Johann Strauss (hijo). Tengo debilidad por este tema desde que de niño me cautivó en un disco de treinta y tres revoluciones (un LP) en el que la orquesta de Mantovani interpretaba trivialmente las más conocidas composiciones de la familia Strauss. Siempre lo he puesto por encima de El Danubio Azul, y, si en el concierto de Año Nuevo la Filarmónica de Viena incluye el Vals del Emperador —que no es siempre: cuestión de gustos del director invitado—, mi mañana se ilumina.
Entre las versiones del vals que incluye el programa destaca el arreglo para orquesta de cámara de Arnold Schönberg. Cuando el músico vienés lo preparó, en los años veinte, estaba creando ya música radicalmente nueva, abriendo caminos arriesgados y decisivos en la composición del siglo XX. Sin embargo, en su arreglo del vals hay humildad, respeto a la partitura de Strauss. Schönberg no quiere ponerse por encima de un músico inferior a él, no pretende sobresalir ni desvirtuar el original llevándolo a su terreno radicalmente innovador. Y ahí veo, en ese arreglo que multiplica la belleza de la partitura, y en la actitud con que lo resuelve un músico tan capaz del respeto al pasado como de la vanguardia atonal, un gesto de grandeza de Schönberg.
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