No sé si éramos amigos, pero la noticia de su muerte me ha golpeado esta mañana desde el periódico, tiñendo de pena el desayuno, y eso que ya se podía barruntar, por su silencio en los últimos meses, que las cosas del cáncer no iban bien. Sólo estuvimos juntos unas horas, el día de verano de 2012 en que al fin nos vimos las caras en su pueblo para charlar de mil asuntos. Pero antes y después de ese único encuentro, en los últimos treinta meses intercambiamos más de doscientos correos, algunos muy extensos, y hablamos mucho por teléfono, desde aquel octubre de 2011 en que me llegó el archivo de una novela que había escrito y que, claro, quería que le publicáramos. No lo hicimos, pero pronto comenzó una relación de muchas palabras y progresiva confianza, que incluía mi lectura y revisión de buena parte de lo que él enviaba a los periódicos y revistas donde colaboraba. Era un columnista rápido, eficaz, siempre ameno, pero en su velocidad se incluía también cierto descuido, expresivo pero también de datos, que yo ayudaba a veces a paliar, siempre deprisa y corriendo, porque las urgencias de los medios lo imponían y porque él era de natural un ribero impaciente, agitado. Así se fue reforzando nuestro curioso y virtual vínculo, más cercano que muchos con gente que veo a diario.
Tenía un historial notable como periodista de radio, en especial por su ejecutoria en el final del franquismo y la transición. Entonces ganó dos premios Ondas y fue una de las voces que, en una cadena Ser todavía no adquirida por el grupo Prisa con los beneficios que fluían de El País, ofrecía un periodismo muy necesario en la frágil democracia. Luego pasó bastantes años en la Cope, y acabó dirigiendo una revista religiosa, algo lógico en un miembro del Opus Dei desde principios de los setenta. Curiosamente, los “suyos” no lo trataron profesionalmente todo lo bien que él creía merecer, y me habló con poco entusiasmo de muchas estrellas de la radio de los noventa y de algunos jefes, mientras añoraba los tiempos de la transición y a sus compañeros de la Ser, que hacían entonces una radio bien lejana de la de algunas voces actuales de esta cadena, mentirosas por demagógicas. (Si bien especímenes similares trafican con la verdad en otras cadenas, y de los tertulianos, de casi todos los tertulianos de cualquier emisora, mejor no hablar.)
Éramos bastante diferentes: en edad, en carácter, en ideas políticas (las suyas muy firmes, las mías más movedizas), y sobre todo en algo que él ponía en el centro de su vida: las creencias religiosas. Pero salvo en alguna frase suya que me irritó levemente por su condescendencia -la propia de quien, desde la paz del más absoluto dogmatismo, siente pena por el increyente, por el extraviado-, creo que los dos supimos movernos con comodidad y tacto en los acordes y desacuerdos. Le sobraba para ello saber estar, cordialidad, nobleza.
Su mayor decepción conmigo nació de mi escaso aprecio por sus novelas. Bien jubilado, se había lanzado con entusiasmo a la ficción, y aplicaba en este ámbito la misma determinación y apresuramiento que en su hacer periodístico. Él no quería dedicar años a una novela, no tenía paciencia para construirla con morosidad. Quería escribirlas en pocos meses y verlas publicadas enseguida. Lo entiendo: a su edad, setenta y pico años cuando se lanzó, tenía prisa, casi urgencia. Y además le movía una intención moralizante que afectaba a todo el edificio novelesco. Había que predicar mensajes con las historias. Por eso tenían que ser novelas muy periodísticas, sencillas de estructura, con personajes de psicología simple, buenos y malos nítidos, y las enseñanzas que se transmitieran tenían que estar muy claras. Pero una buena novela es un artefacto muy complejo, y no consiente, casi nunca, las simplificaciones de la columna o el artículo de prensa escrito a la carrera.
Como las dos novelas que leí me parecieron malas y reclamaba mi opinión con vehemencia antes de su publicación, se la expliqué por escrito en distintos momentos; eso sí, con mucha cautela, empleando términos amables pero blandos, casi gaseosos. Él no era tonto, por supuesto, y mis palabras reticentes, lo sentí con claridad en el ritmo de correos, llamadas y silencios, no le gustaron. Buscó otros apoyos y elogios en el amplio círculo de sus contactos profesionales y religiosos -o las dos cosas al mismo tiempo-. Tuve la convicción, sin embargo, por lo que me iba contando y dejando leer, de que también en esos ámbitos todos se andaban con mucho cuidado y gestos educados, obvio como era que sólo estábamos ante un novelista voluntarioso pero de resultados deficientes. Aun y todo, me quedó la duda, y ahora la desazón, de si no debería haber sido todavía mucho más prudente y delicado en mis juicios.
Le apremié con sincero ahínco para que escribiera sus memorias de periodista, llenas como podían estar de datos sabrosos, de perfiles de gente que había tratado o de reflexiones sobre el viejo y el nuevo periodismo. Conservo un par de correos donde mostraba su disposición para afrontar el empeño. Pero sus últimos mensajes, cuando la enfermedad, entiendo ahora, avanzaba sin piedad, anunciaban una tercera novela, temo que tan poco prometedora como las anteriores. En esos correos todavía me pedía que le revisara artículos, y recuerdo uno muy interesante y extenso de diciembre, el penúltimo que me envió, sobre el asesinato de Carrero Blanco.
Ni entonces ni en febrero se quejó por los efectos de los tratamientos contra el cáncer. No había nada lúgubre en sus mensajes, sólo planes, ilusiones de escritura, referencias a las críticas que su segunda novela había recibido y a las ventas y tratos con librerías. Después, silencio. No puedo saber qué sentía en los últimos tiempos, con la muerte ya tan cerca, ni aventurar en qué medida (espero que muy grande) su fe religiosa confortó su vida y su agonía. Pero en mi recuerdo, el que guardo de un hombre alegre, enérgico, repleto de proyectos, no puedo dejar de recordar unas palabras que escribió Christopher Hitchens en su libro Mortalidad cuando supo que se enfrentaba a un cáncer muy avanzado: me oprime terriblemente la persistente sensación de desperdicio. Tenía auténticos planes para mi próximo decenio y me parecía que había trabajado lo bastante como para ganármelo. JJ, apenas nos vimos, pero no sabes cómo siento tu muerte.
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