Todos los jueves comienzo El País leyendo los artículos de Marcos Ordóñez. Son lo mejor de un periódico, la verdad, muy venido a menos. También leo, hace más años, sus críticas teatrales en Babelia, esas que le han dado su mayor renombre. En todo caso, los textos de Ordóñez chorrean entusiasmo, traten sobre libros, películas, representaciones, series de televisión o cualquier otro asunto. La cultura es para Ordóñez un festín perpetuo, un conjunto de incitaciones gozosas, un carnaval de oportunidades de disfrute, aprendizaje y reflexión, un banquete en el que, encima, nunca se acabarán los platos que degustar.
Los escritos en prensa de Marcos Ordóñez me llevaron a sus libros, en especial a los menos “literarios”. He disfrutado y aprendido mucho últimamente con Telón de fondo, magnífica síntesis de análisis, confesión e información sobre el hecho teatral, pero también con la historia oral del Café Gijón, o con el volumen sobre los años españoles de Ava Gardner, o con las memorias de Alfredo Landa. Son libros donde, al menos hoy por hoy, encontramos el mejor Ordóñez, el que parece que no está porque en primer plano brillan las voces de otros, pero que ha hecho un trabajo esencial de reconstrucción de tales voces ajenas, que comparecen ante el lector con una autenticidad y una gracia que parecen naturales, sin que se note el esfuerzo de composición que han exigido. Me convencen menos sus novelas, salvo Comedia con fantasmas, un cálido homenaje al teatro español, lleno de la emoción y el vigor que Ordóñez insufla a su escritura.
Ya digo que uno lee a Ordóñez y se imagina a un hombre feliz, lleno de energía, entusiasmado con mucho de lo que saborea día a día en el banquete de la cultura. Un hombre que confiesa que lleva la vida que soñó desde niño, un hincha de la cultura que encima cobra por explicar a mucha gente sus estupendos descubrimientos y que parece sufrir sólo porque no va a tener tiempo para leer y ver todo lo que el mundo le ofrece.
Sin embargo, la lectura de Gaseosa en la cabeza, un texto memorialístico incluido en el libro Turismo interior, desvela otra cara mucho más tormentosa de la vida de Marcos Ordóñez. Adicciones varias durante muchos años, un amplio catálogo de miedos acosándolo siempre, ansiedad extrema, ataques de pánico y alucinaciones en los peores momentos, y un corolario forzoso de antidepresivos y ansiolíticos para controlar su débil psique. Gaseosa en la cabeza es un texto tremendo, una recapitulación del sufrimiento que ha acompañado al escritor en gran parte de su vida, un recuento de la infelicidad extrema que latía por debajo mientras Ordóñez daba a la luz su constante celebración de la cultura.
Pocos textos hay en castellano de la radicalidad indagatoria de Gaseosa en la cabeza. La exposición de la doliente intimidad del escritor es audaz, cruda, casi brutal. Y la figura de su padre, policía y escritor frustrado, que tan importante era también en otro libro autobiográfico previo de Ordóñez, Una vuelta por el Rialto, reaparece, al menos para que intuyamos una parte del peso, bueno y malo, que ha tenido en la vida del escritor.
Alegría, casi euforia ante los buenos libros, las buenas películas, las buenas obras de teatro. Y siempre una escritura ágil, vibrante, estimulante, feliz. Pero, como telón de fondo, una mente en el filo, brillante pero frágil, con la amenaza periódica de la caída. He leído que pronto aparecerá (El Aleph editores) Un jardín abandonado por los pájaros, su último libro, que bucea en su infancia y adolescencia en la Barcelona de los años sesenta. Ya me consumen las ganas de leerlo, con eso está dicho todo.
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