En España se convocan y fallan, cada año, muchos, muchísimos premios literarios. De poesía, a un libro o a un único poema, o de narrativa, a novelas, a colecciones de relatos o a un único cuento. Son premios que convocan desde gobiernos o grandes grupos editoriales a municipios de centenares de habitantes; desde asociaciones culturales, deportivas o recreativas más o menos beneméritas, a empresas que tratan de rentabilizar en diversos grados de marketing su inversión. Y, en cuanto a la dotación económica de los galardones, la horquilla se extiende desde los 600.000 euros del Premio Planeta a los doscientos euros de algunos premios extremadamente locales.
¿Que por qué traigo a colación datos tan conocidos? Pues porque he leído, en el último número de la revista TK, una larga entrevista con Salvador Gutiérrez, alma y cabeza visible desde su fundación de Bilaketa, una asociación que, con base en Aoiz, hace muchos años que desarrolla una admirable tarea en muchos terrenos de la acción cultural. Pero el caso es que Salvador Gutiérrez está furioso con el Gobierno de Navarra porque en 2012 sólo le concedió a Bilaketa algo menos de un tercio del dinero que pedía. ¿Que pedía para qué? Pues para sufragar los tres certámenes que organiza, de pintura, poesía y relato breve. La misma rabia que muestra Gutiérrez en la entrevista es la que antes dejó ver en la prensa y en una comparecencia parlamentaria. Hay que recordar que, dejando de lado ahora el certamen de pintura, el de poesía premia un único poema con la bonita cifra de 6.000 euros, y el de relatos reconoce igualmente un único cuento con la misma cantidad.
Premios literarios… ¿Eso es lo más importante, de toda la gama de actividades que promueve y mantiene Bilaketa? ¿Ahí está el quid de la cuestión, el emblema de los recortes, el símbolo del mal hacer de la Administración, el ataque más frontal a la acción de Bilaketa, una agresión intolerable a la Cultura, con todas las mayúsculas del mundo?
Carlos Pujol escribió, en su memorable Cuaderno de escritura, que “la literatura se reduce en síntesis esencial al hecho de escribir y al hecho complementario de leer”. Todo lo demás, dice Pujol, “sus apariencias públicas, sus costumbres, los mecanismos de su inevitable industria y comercio, los caldeados ambientes que frecuentan sus escritores, el eco que tienen las obras y la medida en que son estimadas y remuneradas”, todo eso es adjetivo, nunca sustantivo, rodea a la literatura pero no forma parte de ella. A lo sumo, soy de los que creen que, amén del autor y el lector, la literatura ha necesitado a un mediador que los ponga en contacto, un enlace que tradicionalmente ha sido el editor —si bien internet está empezando a liquidar a ese intermediario—.
En cualquier caso, los premios literarios no forman parte, ¡de ninguna manera!, de la literatura. Su existencia puede asociarse a otra clase de objetos de estudio: la llamada vida literaria, la sociología o la economía de la cultura, la biografía de la pobreza o de un modesta supervivencia. Incluso, más de una vez, el estudio de los premios literarios atañe a disciplinas de otra entidad: la historia de la trapisonda o la desvergüenza, o la fenomenología de la envidia o la vanidad.
Situados en cualquiera de esos planos, y nunca en el de la literatura, no hay ningún inconveniente en reconocer que los premios pueden ser un buen estímulo para determinados autores: hay premios-beca que les ayudan a subsistir o a complementar sus ingresos durante un tiempo. Y no me parece mal que el dinero fluya hacia la cultura, claro que no (dejemos la cosa así, hoy por hoy, sin más matices).
Pero con los premios, con la inmensa mayoría de ellos, sucede otra cosa bien curiosa, y en buena medida bien triste. Y es que la gran mayoría de los premios trafican con unos contenidos que no tienen casi nada que ver con la literatura que los lectores disfrutamos diariamente. La gran mayoría de los premios se mueve en un submundo casi clandestino. Por muchos poemas, relatos o novelas que se presenten a los premios de esa red, incluso por suculentos que sean los premios, todo lo que ahí unos autores producen y presentan, y otros, jurados, premian, queda recluido en el submundo, no sale de ahí, no sube a la superficie en que se mueven los poemas o relatos o novelas que leemos los que leemos.
Casi nadie, casi ningún premiado en los muchos certámenes que hay en España, traspasa los muros que sellan ese circuito. Hay autores multipremiados por ayuntamientos y diputaciones y cofradías de toda laya que habrán obtenido un digno estipendio o sobresueldo con todos esos galardones, buenos pellizcos con un poema por aquí o un relato por allá, pero a los que no conocen ni en su casa a las horas de comer. Sólo un ejemplo: Manuel Terrín Benavides obtuvo cientos de premios por toda España con sus cuentos. Durante muchos años encabezó el ranking de los autores ganadores, al haberlo logrado en cientos de municipios. Seguro que Terrín tenía una enorme habilidad a la hora de producir la literatura que resultara atractiva a muchos jurados. Pero ¿qué obras podemos leer de él los lectores que seguimos la literatura española con cierta atención? Ninguna, ese señor, o por ejemplo Anastasio Fernández, otro multipremiado, o tantos otros que cada año mandan sus textos a veinte o treinta certámenes, no han logrado salir de esa cerrada y clandestina red. Es evidente que han cogido el tranquillo a lo que es resultón para ganar. Y ganan, y muchas veces. Pero esos ganadores, casi todos, quedan encerrados en un circuito que los aleja irremisiblemente de los lectores, de las buenas editoriales. Y lo que es más grave, en sus modos expresivos les afecta, y mucho, la clase de recursos y trucos que permiten que su “producto” destaque en el maremágnum que resulta ser el centón de poemas, novelas o relatos que un jurado debe leer. Por cierto, eso mismo les sucede a muchos de los premiados por Bilaketa.
Por supuesto que los gobiernos y municipios tienen formas mucho peores de gastar el dinero que repartiéndolo entre galardonados por sus versos o sus prosas. Y claro que me acuerdo de los autores grandes o famosos que, en una etapa de su vida, y por estrictas razones alimenticias, se zambulleron en ese circuito concursil, y lo mismo ganaban en Tomelloso que en Mansilla de las Mulas, en Ribadeo que en Benalmádena. Muchos recordamos, sin ir más lejos, los casos de Roberto Bolaño o de Juan Manuel de Prada (pido perdón por citarlos juntos), autores que así ganaron unas buenas perras con sus relatos y novelas. Pero ellos, en un momento determinado, dieron el salto, abandonaron ese submundo, lograron convertirse en escritores leídos, “normales”. Digamos que salieron a la superficie, a una superficie de otra naturaleza.
Ay, Bilaketa, de tantas cosas, seguro, podrían quejarse en estos tiempos de crisis y de recortes presupuestarios de las instituciones. Pero de no recibir ayudas oficiales para sus concursos…, la verdad, no sé.
“Yo tenía una especie de prehistoria, que consistía en ganar concursos de pueblos, lo que en esa época te daba mucho dinero. Una vez, en Muskiz (provincia de Vizcaya), uno de los miembros del jurado me dijo: ‘Muy bien lo de tus premios, pero que sepas que te puedes pasar el resto de tu vida en este tiovivo de concursitos y ya está, ¿eh? Nadie te va a conocer así’. Fue duro escucharlo, pero también muy útil”. (Mercedes Cebrián, en una entrevista del también escritor Patricio Pron.)
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