Tertulia de Barañain. El mismo ambiente grato de siempre, la misma gente a la que tanto aprecio. Pero en los últimos tiempos mi participación en esta tertulia es muy intermitente. Y es que no quiero sentirme obligado a leer todos los libros propuestos, por muy equilibrada y atractiva que sea la lista que Jesús, el bibliotecario, ha preparado.
Con la cantidad de aspectos reglamentados que hay en mi vida, la de compromisos ineludibles que me asaltan o a los que no sé decir no, quiero preservar, en la lectura, un espacio para dejarme llevar por el humor del momento, por la llamada de la última novedad o, por el contrario, por el reclamo del libro totalmente inactual que alguien me ha sugerido, o que se cita no sé dónde y que en ese momento concreto se ajusta a mis intereses u obsesiones, al menos a priori (luego hay decepciones, claro, pero también gozos insólitos). Recuerdo con nostalgia esas remotos años en que leía a lo loco, sin plan ni obligaciones, moviéndome sin orden ni concierto por el anchuroso terreno de mis gustos.
Hoy hablamos en Barañain de El barón rampante, de Italo Calvino. Un libro maravilloso, mucho más entretenido, profundo y sutil de lo que lo recordaba. La vida aventurera de un héroe de los árboles (y es magnífica la manera en que Calvino procura siempre que la fantasía de sus andanzas conserve una buena dosis de verosimilitud), pero al mismo tiempo un texto muy contemporáneo, una parábola que ayuda a pensar en asuntos y sentimientos rabiosamente actuales.
El barón rampante admite mil aproximaciones. Pero en mi lectura de estos días he pensado mucho en el modo en que Cosimo, el barón que a los doce años decide vivir para siempre en los árboles, define su relación con los demás. Cosimo no es un eremita, ni un insociable amargado o altivo, ni alguien que haya decidido romper con su familia o con la gente de su pueblo, o que no quiera saber nada de quienes le visitan con los años, atraídos por su extraña forma de vida y su sabiduría. Es más, Cosimo participa activamente en la vida de su comunidad. Son varias las ocasiones en que su contribución es decisiva para resolver problemas que se les plantean a sus paisanos. Y está lleno de sueños reformistas, de planes de mejora social.
Pero ya desde que, casi niño, se sube a los árboles, Cosimo es un ser libre, un hombre que, como él mismo dice cuando su primer amor se aleja, resiste, que se reserva la posibilidad de estar o no estar, de aparecer o desaparecer, de acercarse o alejarse. Su obstinación por permanecer en los árboles toda su vida simboliza el empeño que le anima de no dejarse asimilar, de impedir que ninguna persona o grupo le domestique o atenace. Él va siempre a su aire, lo que no obsta para que siempre esté cerca, por ahí, rondando, cerca o lejos, yendo y viniendo por el limitado perímetro de sus dominios, los árboles a los que puede saltar.
Toda una lección moral.
“Como esta pasión que Cósimo siempre demostró por la vida asociada se conciliaba con su perpetua huida del consorcio civil, es algo que nunca he entendido bien, y sigue siendo una de las no menores singularidades de su carácter. Se diría que él, cuanto más decidido estaba a ocultarse entre las ramas, más sentía la necesidad de crear nuevas relaciones con el género humano. Pero aunque de vez en cuando se lanzase, en cuerpo y alma, a organizar una nueva sociedad, estableciendo meticulosamente los estatutos, las finalidades, la elección de los hombres más adecuados para cada cargo, nunca sus compañeros sabían hasta qué punto podían contar con él, cuándo y dónde podían encontrarlo, y cuándo se vería ganado repentinamente por su naturaleza de pájaro y no se dejaría atrapar más. Quizá, si es que se quiere reducir a un único impulso estas actitudes contradictorias, haya que pensar que él era igualmente enemigo de todo tipo de convivencia humana vigente en sus tiempos, y que por eso huía de todos, y se afanaba con obstinación por experimentar otros nuevos: pero ninguno de ellos le parecía justo y suficientemente distinto de los otros; de ahí sus continuos paréntesis de esquivez absoluta”.
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