25 marzo 2011

Manuel Hidalgo en la radio

Hace dos días, buscando una cita que me sonaba que podía hallarse en La escuela de Platón, un precioso librito de Fernando Savater, encontré de nuevo las páginas en que el autor rememoraba el momento en que, a sus trece años, dispuso al fin de un cuarto para él solo en el domicilio familiar de Madrid.

Yo también tengo mi recuerdo imborrable de una habitación propia, de un espacio para el refugio y el aislamiento. Sucedió a los quince años. Llevaba unos cuantos durmiendo en ese cuarto, pero sólo cuando, tras mucho insistir, conseguí que mis padres accedieran a poner una mesa en él, la habitación se convirtió en mía, en el lugar donde, a puerta cerrada, podía leer hasta tarde, y escuchar sin pausa la radio o los primeros vinilos en un tocadiscos monoaural, un Cosmo con tapa-altavoz-.

Hasta ese día había estudiado siempre en la mesa de la cocina, bien en medio del tráfago familiar, o bien por las noches, más en calma, mientras mis padres y hermana veían la televisión en el cuarto de estar (salón sería una palabra excesiva para denominar aquel habitáculo). Pero la mesa -en realidad una mesita sobre la que había estado seis años el televisor Lavis, con el que se accedía a un solo canal; el otro, el UHF, podía verse de ciento a viento- cambió todo. Podía estudiar en mi cuarto, y podía leer y leer todo lo que caía en mis manos, por horrible que fuera. Y es que no he leído nunca en la cama, y poquísimo en sofás. Siempre he preferido apoyar el libro sobre una mesa, pese mucho o poco.

Ya he dicho que la mesa, la libertad, la estupenda soledad, la puerta cerrada, el pequeño espacio recogido, también me permitían escuchar la radio. Armado con un pequeño transistor, buscaba con ahínco voces que calmaran mi ansia brutal de saber, de enterarme, de salir de la casi absoluta falta de estímulos culturales en que vivía mi familia feliz. No encontraba mucho, por descontado. El franquismo terminal imponía su ley de hierro y no había más emisoras en Navarra, me parece, que Radio Popular, la red de emisoras del Movimiento y Radio Requeté, asociada a la Ser. Todo se iba entre el radio hablado (noticiario que expedía el poder, de obligada conexión para todas las cadenas), concursos, programas edificantes, magacines insustanciales y músicas de parecido pelo –aunque es cierto que en este último campo se permitían modestas islas de modernidad-.

Con todo, pronto encontré en Radio Popular, y hecho en Pamplona, un programa semanal de cine que conducía Manuel Hidalgo. Yo era un loco cinéfilo, y Manuel Hidalgo (no sabía quién era, claro, ni que tenía apenas cuatro años más que yo, aunque a esas edades cuatro años son muchos) hablaba de las películas que se podían ver en Pamplona, en las salas comerciales o en los cineclubs. Eran películas que yo veía -porque me gastaba mis pocos dineros en entradas para el cine Carlos III, el Arrieta o el Aitor, y al cine club Lux entraba gratis-, y que los demorados análisis de Hidalgo iluminaban notablemente. Él tenía ya entonces una formación fílmica importante, o al menos así lo recuerdo, y yo, pegado al transistor para no molestar a mi familia, disfrutaba y aprendía con sus comentarios acerca de Cabaret, El Padrino o El discreto encanto de la burguesía, o del cine de Rhomer, Truffaut, Visconti o Saura.

Sus palabras, siempre tranquilas, y muy bien construidas y dichas, con esa magnífica voz que posee Hidalgo -no sé por qué no la ha aprovechado más en un medio en el que tantas veces se oyen tonos chillones y vulgares-, permitían abrirse en la pequeña ciudad a otra forma de mirar, a unos modos de comprender y estudiar las películas que multiplicaban gozosa y reflexivamente mis arrobamientos en las salas. Además, entre sus palabras, Manuel Hidalgo pinchaba unas músicas regias: lo mismo Mozart y Bach que folk americano o latinoamericano o catalán; músicas que no estaban ni por el forro en mi entorno sonoro doméstico o de amistades.

Hace años que conozco a Manuel Hidalgo, y en los últimos mese lo he visto con frecuencia por asuntos de trabajo. Pero nunca ha surgido la oportunidad de mencionar esta experiencia de juventud, que refulge en mi memoria. En su modestia, una de esas experiencias que ayudan a formar a alguien en un momento vital confuso y arrebatado, máxime si se tiene la tremenda sed de aprender que me abrasaba entonces, y que la habitación propia (los adolescentes la necesitan tanto o más que Virginia Woolf) y la soledad buscada hicieron posible. No recuerdo cuánto tiempo duró ese programa de Hidalgo, entonces un estudiante, pero le debo briznas, magníficas briznas, en lo mejor de mi formación cuando entonces.

“Como toda persona verdaderamente sociable, amo ese privilegio social por excelencia: el espacio de la soledad. Tener un lugar donde estar solo, con todo lo que uno ama, sabiendo que los demás están al alcance de la mano y oír o presentir el rumor amigo de sus almas. Tal es el sentido más enriquecedor que puede tener una casa, una familia y una comunidad. He sido afortunado pues la suerte (y esa otra forma suprema de suerte, el carácter) me ha permitido conocer y degustar este gozo”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El espacio privado; ese lugar del que eres dueño y en el que puedes imaginarte el mundo como lo has vivido o como lo deseas es maravilloso.
En mi caso disponer de una habitación fue como una pista de despegue hacia mi intimidad; una intimidad absolutamente invadida por las consignas y los dogmas oficiales que no nos respetaban en absoluto.
!Que estupenda la gente que no quería adoctrinarnos sino compartir¡.
Peri