11 septiembre 2008

Conservadores en música

Querida Z:

Pues no, no tengo entradas para escuchar a Juan Diego Flórez en el Baluarte. Las que salieron a la venta se agotaron en cinco horas, y ya sabes lo perezoso que soy en lo tocante a recordar o anotar el día en que hay que estar atento para adquirirlas, o pasar por taquilla, o, no digamos, hacer cola durante horas. Eso no quita para que hubiese disfrutado mucho escuchándole. Qué voy a decirte que no sepas sobre este cantante de voz dulce, potente, delicada, perfecta. De hecho, recuerdo cuando hace años me leíste su nombre en una respuesta de Pavarotti, en El País Semanal, quien lo consideraba su sucesor más cabal.

Ay, hubiera sido fantástico escuchar a Flórez en noviembre, deleitándonos por ejemplo con Rossini. Estás aburrida de oír que mi tiempo musical predilecto es el que va de 1700 a 1850. En eso, como en casi todo, soy de una normalidad estadística absoluta. Disfruto con obras compuestas antes (no demasiado antes) y después (tampoco muy posteriores) de ese siglo y medio. Pero vuelvo y vuelvo a Bach, Haendel, Mozart, Haynd, Bethoven… Y, siempre, la ópera de ese mismo periodo: Mozart, siempre, pero también Haendel, Gluck y los benditos italianos: Rossini, Bellini, Donizetti, el primer Verdi.

Lo que me hace sospechar de mí mismo es que, por encima o debajo del placer indudable, más de una vez he tenido la certidumbre de estar varado en ese tiempo, detenido en una música que tiene casi (o más de) doscientos años. Lo cual no es exactamente que me preocupe, pero sí me hace consciente de las graves limitaciones de mi gusto. Hace meses me tocó leer con cuidado, por cosas del trabajo, un libro de Tomás Marco, La creación musical en el siglo XXI, que es en realidad un pequeño recorrido crítico por la música culta, o seria, o clásica, del siglo XX. Y con esa lectura, que me informó de estilos y autores de los que apenas me sonaba el nombre, volvió la gran sensación de extrañeza que me inunda cuando compruebo por enésima vez que soy un analfabeto casi total en la música contemporánea. No oigo nunca, o casi nunca, ya no digo a Xenakis, Berio o a Pierre Boulez, o a Luis de Pablo, o a Ligeti: es que tampoco a Schönberg, Alban Berg, John Cage, Stockhausen… A nadie del siglo XX, vaya. Bueno, sí a Schostakovich y Richard Strauss, pero muy poco más.

Esa desanteción general a lo más contemporáneo no sucede en otras artes. Por supuesto, no en la literatura, en la cual ni yo lo he hecho ni es habitual, en términos generales, quedarse detenido en el siglo XIX. Cualquier lector medianamente culto puede con la literatura del siglo XX o con la de ahora mismo. Y tampoco en artes plásticas, donde, siquiera sea al nivel del aficionado justico, sí que me siento concernido e impactado muchas veces por las obras de gente valiosa de hoy.

Puedes decir que mi caso no es más que una simple ausencia de educación musical, pura ignorancia, pura estulticia incluso. Pero, aunque el consuelo sea magro, es evidente que con la música culta contemporánea mucha gente mantiene una relación incómoda, difícil, de extrañeza y alejamiento. Vamos, que en mi incultura en este ámbito tengo muchísimos compañeros que se consideran a sí mismos melómanos, y que están tan apegados al pasado como yo. La experimentación con nuevos sonidos, con nuevas tonalidades, con armonías novedosas, ha abandonado a la mayoría del público culto en el camino. Ese público ha dado la espalda a los compositores actuales, que viven gracias a otros empeños musicales, o a lo sumo porque las instituciones les encargan esporádicamente nuevas obras. ¿Cuánta gente escucharía a Juan Diego Flórez si en lugar de cantar a Rossini preparase un programa con música vocal de Pierre Boulez? ¿Cuánta gente quiere oír una ópera escrita hoy mismo, en lugar de volver mil veces a Verdi o Mozart o Bellini? ¿Se agotarían las entradas para un programa de la Filarmónica de Berlín tocando exclusivamente composiciones de los últimos diez años? En Pamplona, desde luego, no. Y en una gran ciudad, como Madrid, complicado lo veo.

Sé bien que este asunto se ha tratado infinidad de veces y que no te descubro nada. Por ejemplo, Félix de Azúa ha sido atacado con crudeza en los últimos años por músicos de hoy por tratar sin temor el divorcio entre la música contemporánea y el público culto medio. Lo que incluso le llevó a afirmar que “¿es en verdad posible que una obra de arte sea extraordinariamente valiosa, aunque nadie o muy poca gente quiera oírla, verla o leerla?”. Y el otro día, Gerard Mortier, el gran programador de festivales musicales, se quejaba con amargura de que las propuestas contemporáneas, por ejemplo los grandes espectáculos operísticos de compositores actuales que él quisiera que alimentaran los festivales de verano, son rechazadas por el público, que prefiere seguir acudiendo a representaciones de Rossini o Verdi o, como mucho, Wagner. Ese público acepta, y no siempre, las innovaciones que idean los directores de escena más transgresores, pero, ay, la música que no me la toquen. Los cantantes podrán salir desnudos o simulando defecar, pero lo importante es que suene Mozart.

Me dices que escuchamos de forma masiva música popular contemporánea del siglo XX, empezando por el rock. O sea, que alternamos la música de 1780 con la música popular de hoy. Claro, pero es que esta última es música que continúa en las formas armónicas dieciochescas, que perpetúa los mismos modelos y las mismas tonalidades. Salvo el jazz, que sí supone un avance, lo demás es tradición, por muchos instrumentos y efectos modernos que se empleen. (Y, por cierto, será Woody Allen, pero si en lugar de hacer agradable y dulzona música dixie de los años veinte con su clarinete, interpretara jazz, no sé, de John Coltrane, ¿cuántas personas acudirían a oírle?)

El tema, también lo sabes, da para mucho, para muchísimo, y esta carta no puede, sencillamente, adentrarse más en él. Pero me parece claro que somos, en gustos musicales, unos conservadores de tomo y lomo. Estamos atascados en un pasado que se va haciendo casi remoto. ¿No debemos preocuparnos de verdad por esa férrea querencia por lo clásico, por el pasado, o es que el problema lo tienen sólo los entusiastas de la vanguardia?

Seguiremos en otra ocasión, Z., dándole vueltas al asunto. Un saludo muy cordial

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo de ser conservador porque te gusta cierta música, nos lleva al asunto de si tenemos alguna obligación con lo que los demás hacen o podemos coger solo lo que nos interesa.
A mi modo de ver con excesiva frecuencia hay creadores que se lamentan de que no tienen suficiente público.
Cada cual crea lo que quiere y de la misma manera, cada cual escucha lo que quiere.
Quizás un artista de estos "dificiles" no trague escuchar cosas que le parezcan "obsoletas". Pues chachi, que no las escuche pero que no crea que el personal tiene obligaciones con él.
A cada cual la belleza se le revela según sus conocimientos, circunstancias y necesidades.
Me parece que ser conservador tiene más que ver con cuestiones como el respeto y la solidaridad con los demás y que lo de vanguardia es un carnet que se sacan algunos porque creen que les hace más guapos.
Aunque está claro que lo de conservador se refiere a lo musical no trago que Vd. se flagele Sr. Pita, es demasiada la estima en que le tengo como para poder soportar esa idea.
El peri

Anónimo dijo...

Me parece, Ricardo, que la selección de autores del siglo 20 que haces es bastante sesgada. Te has dejado nombres como Debussy, Ravel, Stravinsky, Messiaen (que ahora me gusta menos), Falla, Lutoslawsky o un Puccini.
Volviendo a Debussy, decía que la música se divide en buena y mala y -por fortuna para nosotros- toda la música mala de los tiempos que mencionas (Maricastaña y antes) cría polvo bibliotecas ya que no puede criar malvas.
Yo creo que muchos de los que has citado como "indigestos" son menos pesados que un Salieri.
Por cierto en otro post anterior tienes un elogio del snobismo, igual se trata sólamente de domar el oído para esta nueva música.