Miguel Leache nos lleva a Pedro Manterola y a mí a ver “Nostalgia del suceso”, la exposición que ayer inauguró en Aoiz/Agoitz. La mañana es ventosa y llena de nubes, sólo muy remotamente veraniega. Como Miguel conduce despacio, disfrutamos en el trayecto del modesto e insípido paisaje, que nos gusta mucho, y que no varía, dice, hasta que bastante más arriba de Aoiz confluyen los ríos Irati y Urrobi. Las grandes -por calidad y tamaño- acuarelas de Miguel pueden contemplarse en la Casa de Cultura / Biblioteca (dígase en euskera también, por favor), un edificio muy amplio, moderno y muy reciente construido donde antes estuvieron el juzgado y la cárcel del pueblo. ¿Hay muchas dotaciones levantadas en Aoiz y pueblos cercanos a modo de compensación por el “sacrificio” y las afecciones que ha exigido el Pantano de Itoiz? Lo digo porque a la entrada del pueblo he visto también un Centro de Salud de última generación. La pregunta queda en el aire, aunque Miguel alude de pasada los seísmos que cada dos por tres sacuden a la zona y a las grietas que les van abriendo a las casas.
En la sala de exposiciones/erakusketak la empleada, una chica joven, como no hay nada ni a nadie que vigilar aprovecha el tiempo para leer, absorta, ayudándose de una interna diminuta que recorre velozmente las líneas. La figura que compone es muy hermosa. Cuando la moza abandona un momento la sala, mi curiosidad vence a la educación y me acerco a ver la cubierta del libro que la tiene enganchada: uno de Barbara Wood, autora angloamericana de novelas de misterio con gotas de divulgación histórica y mucha pasión amorosa. “En las librerías ahora todo es Nefertiti”, dirá más tarde Pedro. “Y templarios”, añado.
Las acuarelas de Miguel me parecen muy valiosas, y varias de ellas extraordinarias. Además, veo que se ha internado por caminos nuevos, que prueba y arriesga, que esta exposición es distinta y hermosa. Pero como me da pánico hablar o escribir de arte una sola palabra, prefiero deleitarme escuchando el diálogo entre los pintores sobre las dificultades de la técnica de la acuarela, la prehistoria e historia de la realización de éstas que tenemos enfrente y, en particular, acerca del motivo que vertebra el proyecto, el tiempo, la distinción entre el acontecer y el acontecimiento, el tiempo como acontecer sin sucesos frente al tiempo que de pronto explota en acontecimientos, en sucesos que marcan nuestra vida para bien o para mal. ¿Qué sería la nostalgia del suceso? ¿Es que necesitamos sin remedio que nos sucedan muchas cosas, intensas, maravillosas, que nuestra vida esté repleta de acontecimientos? Recuerdo que un día Pedro Manterola nos dijo que para él la única forma de escaparse del tiempo era la rutina. “Agarrarse, abrazarse a la rutina como un desesperado, que nada cambie, que no exista ni un solo acontecimiento en mi vida”.
En la sala, además de ver las acuarelas de Miguel, uno puede colocarse auriculares y escuchar fragmentos de una conversación sobre estos espinosos negocios del tiempo, el suceso y el acontecer (al fondo, la muerte, claro) que mantuvieron unos individuos que conoce el artista. El montaje de pequeños fragmentos de aquella charla es muy solvente, pero los que hablan, no sé, deben de ser de esa clase de hombres a los que uno no invitaría ni a un fanta de naranja. Pedro sostiene que las acuarelas de Miguel valen por sí mismas y no le acaba de convencer la posible complementariedad o interacción entre lo que las obras dicen o sugieren y lo que largaron los de la charleta. Miguel en cambio está satisfecho con esto que sale de los auriculares.
Cuando dejamos Aoiz/Agoitz el conductor desvía unos minutos el coche para ver (he venido mil veces a Aoiz y nunca he hecho esta levísima incursión) lo que queda del pequeño conjunto de naves del Aserradero, una empresa muchos años próspera que trabajaba la madera traída por los almadieros. El Aserradero quebró hace tiempo y el conjunto, que incluía varias casas para empleados, es ahora un conjunto lógicamente desolado, en avanzado estado de descomposición y semiderribo, una triste muestra de arqueología industrial.
Mientras volvemos a Pamplona, yo sentado atrás, disfruto con la conversación variada del conductor y el copiloto. Recuerdan a familiares y conocidos que trabajaron en Aoiz, y luego charlan algo sobre el nacionalismo y sobre cierto artista notable que pasó por Pamplona hace poco, un hombre al que Pedro disecciona con brillante crueldad. Qué bien estoy así, pienso, sólo escuchando y ocasionalmente preguntando. Y se me ocurre que tengo que escribir algo sobre esta mañana fresca de verano. Lástima que deje de lado, por ignorancia, lo más importante, el análisis del objeto de la excursión, esas acuarelas de Miguel Leache que se merecen un comentarista más competente.
2 comentarios:
No he visitado la exposición, motivo de su amable comentario sobre esa idílica mañana de sábado, y me temo que -por razones de pura distancia geográfica- no lo voy a poder hacer. Me he imaginado esa sala llena de enormes acuarelas y esos auriculares vomitando decibelios con los nada fantasmales ruidos de las sacudidas. He temblado yo también y he pensado en la vanidad y miseria de tantos intelectuales que no van ser capaces de escribir unas líneas, al menos de duda razonable, sobre ese montón de desobedientes civiles –mosca cojonera para todos- para los que se anuncia un juicio inmediato (asunto del que me he enterado, por el mismo milagro informático, un rato antes de enternecerme desde su ángulo). Un “wide-angle lens” el suyo –permítame la petulancia-, con el que da gusto poder no coincidir y, a veces, armonizar hasta en los matices.
Confío en el Sr. Leache lo suficiente como para no dudar de la calidad de sus obras. Un triste servidor, por distintas causas, se tiene que conformar con ver sus réplicas virtuales, pero recordará, siempre con gusto, la única vez que acudió a la exposición donde esperaba ver manchas abstractas, y encontró ciudades que reconocía y que le traían recuerdos de épocas mejores.
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