23 mayo 2006

Lo pequeño no es hermoso: es sólo pequeño

Las gentes de Montenegro, una cosa así como Navarra en extensión y habitantes, han votado por la independencia. Menuda ilu, que decíamos de críos. Es cierto que Montenegro tiene sus razones para ser independiente. La más atendible, la voluntad de la mayoría. Y, a fin de cuentas, fue soberana durante cinco siglos y medio –oigo a un montenegrino en la radio celebrar que “ahora vamos a volver al origen”: ¡el sueño de todo nacionalista!-. Pero es que, además, en la tenebrosa carrera de balcanización, demagogia y guerracivilismo que arrancó en la antigua Yugoslavia hace más de quince años, Montenegro, que tiene un primer ministro tan camaleónico y guripa como sus homólogos de todas las viejas tierras de Tito, no podía quedarse rezagado. Y el camino no ha concluido: falta Kosovo, y luego..., con un poco de ganas, hay materia para más querellas, en el camino sin fin hacia las naciones “homogéneas”. El origen, el sagrado origen, que por mítico que sea habla con su voz más seductora.

No he vivido en una pequeña nación independiente. Pero sí tengo una idea de lo que es el poder en una comunidad autónoma, en la cual, sin llegar ni de lejos, por suerte, a lo que sucede en Montenegro, cabe disfrutar de una hermosa cuota de chanchullos, amiguismo, nepotismo y escasa ventilación en los pasillos del mando. Y es que, como dice Jon Juaristi, “la proximidad entre gobernantes y gobernados está muy bien mientras manden los tuyos”. Algo que también han comprobado los catalanes con Pujol y luego con el tripartito. Si no quieres taza, taza y media de clientelismo.

Al mismo tiempo, y junto a esos vicios de la “proximidad”, veo perfectamente cuál es el nada secreto anhelo de un nacionalismo que, en su feroz y despiadada búsqueda de las esencias y el origen, dejaría de lado en esa pequeña nación cualquier remilgo a la hora de “homogeneizar”, de grado o de fuerza, y ello al margen de que las minorías renuentes sumaran casi la mitad de la población. No, teniendo en cuenta dónde vivo y con quién me las tengo que ver, no quisiera vivir en una pequeña nación independiente. A mí también me provocan claustrofobia. Son, en el mejor de los casos, un muermo. Y eso, insisto, en el mejor de los casos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

He recordado, Ricardo, mientras leía tu última entrada del blog aquellas palabras de Camus -ahora que ha vuelto a saltar a los periódicos- en el prefacio de sus deliciosas Cartas a un amigo alemán: "J'aime trop ma patrie pour etre nationaliste". Sólo eso: que tal vez los montenegrinos no amen tanto su patria.

Hiporosa dijo...

También yo dije, en un viejo artículo cuyo contenido genral no te agradó en exceso, y glosando al Groucho, que no podía pertencer a una nación que aceptara a gente como yo...